En las próximas elecciones no nos jugamos la independencia
Salvador Cardús i Ros
Soy de los que creen que la independencia de Cataluña no sólo es deseable, sino que es posible. Incluso creo que se ha puesto en marcha un movimiento de fondo a favor de la independencia, sólido pero de dimensiones aún modestas, que arranca del profundo convencimiento de que, a la vista de a lo que nos invita España, esta es la única salida racional y digna. Y creo que el independentismo que ahora crece es nuevo: incorporaciones firmes, liderazgos incipientes, ideas tiernas. Un independentismo más cívico que estrictamente político, como el que representaba ERC. En definitiva, nuevas esperanzas en un país que aún confía poco en sí mismo… Todo invita a volver a cantar la vieja y extraordinaria canción (1964) de Raimon ‘D’un temps, d’un país’: “Canto las esperanzas, y lloro la poca fe”, y que podría ser muy bien el emblema de estos nuevos tiempos de recuperación nacional.
Sin embargo, con la misma convicción, sabemos que la independencia no es un destino que tenga que llegar pase lo que pase ni, por supuesto, que esté a punto de caernos del cielo. Puede no llegar nunca, podemos perder la oportunidad y, según qué perfil político acabara presentando, puede llegar a dejar de ser una aspiración razonable para los catalanes. No todos los independentismos ni todas las independencias son santas y buenas. O la independencia está vinculada a unas aspiraciones éticas y sociales admirables y universales, a un proyecto de progreso material y moral que se añada al del conjunto de la humanidad, o el esfuerzo titánico que exigirá no tendrá ningún sentido.
En cualquier caso, hay que tener muy en cuenta que la independencia, cuando llegue, habrá sido resultado de un proceso complejo, responsable, muy bien pensado y construido, hecho sin urgencias y construido por encima de las mejores energías del país. La plenitud nacional de los catalanes -sí, también pienso en el resto de Países Catalanes- sólo puede llegar como expresión de plenitud democrática. Y eso quiere decir conseguir una mayoría política que estamos lejos de tener ahora mismo. Una mayoría, por otra parte, que no sólo se expresa con el resultado electoral de un solo día ni de un referéndum, sino que implica la adhesión favorable previa de las voluntades de la mayoría de agentes sociales sobre los que se trenza una sociedad avanzada como la catalana. No son las estructuras políticas institucionales las que sostienen un país, sino sus empresas, sus organizaciones cívicas, sus profesionales, sus artistas y creadores. Y sin todo este apoyo, ni una gran mayoría independentista en el Parlamento lograría un país soberano. Tenemos mucho trabajo por hacer, y hay que hacerlo muy bien hecho.
Lamento mucho tener que volver a repetir ideas dichas y repetidas hasta el aburrimiento. Pero es que a la vista de la locura con la que algunos movimientos, partidos, plataformas y ectoplasmas independentistas -unos apolillados y otros hechos y abandonados- se han lanzado sobre una hipotética ola de voto independentista, es claro que hay quien ha perdido el juicio. Tranquilos: en las próximas elecciones no nos jugamos la independencia de Catalunya. Los “ahora o nunca”, acaban con “nunca”. Y si yo tuviera alguna responsabilidad política en este espacio político, estas elecciones las dejaría pasar de largo. Las improvisaciones se pagan caras y llevan a una de las situaciones que más incomodan los catalanes: a hacer el ridículo.
En mi opinión, todo viene de una mala interpretación de los acontecimientos de los últimos tiempos. El éxito de las consultas para la independencia, a pesar de la claridad de la pregunta que se hacía, se debe a varios factores que no todos parten de un mismo sentimiento político ni todos confluyen en un mismo objetivo situado en el mismo momento. Los hay que se han apropiado, abusivamente, simplificando su sentido en favor de su proyecto personal. Tengo suficientes testigos como para atreverme a decirlo. Y es el caso de la manifestación del 10 de julio: de la fácil confluencia “contra” algo precisamente -en este caso, la sentencia del Tribunal Constitucional- nunca se puede deducir la unidad a favor de una misma respuesta. Alguien se inventó que, con la manifestación, los catalanes exigían unidad a favor… esto: ¿a favor de qué? No se sabe. Los mismos partidos parlamentarios cayeron en la trampa de una hipotética demanda de unidad. Había indignación por la sentencia, sí, pero también irritación contra la inoperancia de la misma política, muchas ganas de decir que ya basta de provocaciones, una profunda necesidad de salir del clima depresivo de los últimos meses… Y también los gritos de independencia funcionaron como expresión de un proyecto político para algunos asistentes, sí, pero también como canalización de todo el resto de malestares de la mayoría.
Mi opinión es que las elecciones harán bajar los humos de los oportunistas que han analizado la realidad catalana con una euforia equivocada, y a su favor. Improvisaciones como Solidaritat Catalana, se pagarán caras. Por su parte, Reagrupament, la oferta más madura, estuvo distraído durante medio año y ahora se encuentra ante una razzia electoral arrebatada. Que mantenga la calma y la serenidad. La unidad, a estas alturas, no es la primera urgencia del nuevo independentismo, en contra de lo que se dice. Lo es el rigor, el espesor, la consistencia. Lo es una radicalidad democrática, que no tiene nada que ver con unas primarias inventadas en una noche de insomnio. Y si aún no hubiera llegado el momento electoral de esta nueva realidad, que espere, que también es una gran virtud política.
La próxima legislatura
Ferran Mascarell
Insistir en la valoración del trabajo del tripartito ya importa poco. Se dirá que no ha sabido encajar sus abundantes realizaciones con un relato global de país. Su buena voluntad de hacer cosas no ha conseguido que el común de los ciudadanos nos sintamos participantes de una idea de país y de unos ideales y que el trabajo realizado haya tenido que ver con cada uno de nosotros, con el presente y el futuro compartido.
Me temo que no hará una buena campaña que no comprenda que el principal reto de la política es construir un relato coherente y ambicioso, capaz de aglutinar un número amplio de ciudadanos. Estamos inmersos en una desconcertante crisis económica global, los sabios auguran que todavía durará, como mínimo, siete años más, prácticamente dos legislaturas. Una crisis que en el país es sinónimo de paro y de dificultades para los jóvenes. Minimizarla exige un pacto político y social para modernizar nuestro sistema económico. Quien gane las elecciones tendrá la obligación de proponerlo, quien las pierda tendrá la obligación de comportarse como un hombre de estado. Pactar para avanzar, renunciando a los intereses partidistas. El segundo reto será de carácter político. Necesitamos una profundísima regeneración democrática. Quien gane las elecciones deberá liderar una renovación profunda del sistema político. La desafección política es el peor enemigo de la nación. Una nación con poco estado necesita más que nadie la política democrática y la participación de la gente. Nuestros dirigentes -quienes ganen y los que pierdan- deberán actuar como hombres de estado, poniendo los intereses del país por encima de los intereses de los aparatos de los partidos. Deberán conjugar un pacto político a favor de la democratización del país. El tercer reto será la puesta al día del concepto de nación. Implicará la redefinición de las relaciones institucionales con España y el reforzamiento de la apuesta por Europa. La sociedad global está cambiando los tradicionales estados nación, los hace ineficientes, y obliga a las naciones en construcción -como Cataluña- a pensar de nuevo. Ningún modelo anterior, ninguna solución simplista, será viable. De poco servirá dividir a los catalanes a partir de un recetario de conceptos genéricos y grandilocuentes ( independencia, federalismo, soberanismo o autonomismo ) si no van rellenos de una propuesta rigurosa de cómo se construyen y a qué sociedad aspiran. Nos sobran etiquetas y nos falta catalanismo con ambición de estado.
Queremos construir una nación y no sabemos pensar en qué sociedad queremos. Debatimos sobre las etiquetas, pero no sobre el contenido ; hablamos de los conceptos genéricos, pero no del relato global de nación, hablamos de la nación, pero no del estado. Y, por todo ello, la gente huye de la política y se hace imposible que un número mayoritario de ciudadanos compartamos una idea ganadora. Solemos olvidar que el estado es la plataforma donde se depositan los contenidos reales de cualquier proclama de independencia, federalismo o soberanía ; solemos obviar que las soberanías futuras serán todas múltiples y compartidas. Los próximos diez años serán difíciles y no es realista pensar que saldremos adelante sin combinar la macropolítica de los principios con la micropolítica del control de las herramientas del estado y la gobernanza.
Tras las elecciones se impondrá un salto de escala en la dinámica política. Habrá política de estado para el bienestar y el futuro no se construyen sin un buen estado y una sociedad comprometida. Los catalanes -a diferencia de lo que proclaman los ideólogos conservadores- necesitamos más sociedad y mucho más estado. Exclusivo o compartido, pero propio. Necesitamos más estado, más política de estado y más dirigentes de estado.
Independencia y regeneración política
Jaume Sobrequés
Cataluña atraviesa un periodo de crisis. Esta no es sólo económica. Tiene muchas más caras. El país sufre una grave crisis de identidad. Ha perdido la certeza de que empezó a tener poco después de la muerte del dictador. Entonces, saliendo de un régimen de opresión nacional, era casi unánime el convencimiento de que la autonomía política constituía el objetivo a alcanzar y era el instrumento para resolver los problemas colectivos.
Con el paso de los años, esta convicción ha entrado en crisis. La autonomía republicana, ni aunque haya sido mejorada por los dos estatutos aprobados en los últimos treinta años, ha perdido credibilidad. No son sólo responsables los gobiernos españoles, sino que lo es también la debilidad -quizás se podría decir posibilismo- con que los políticos catalanes han administrado estos años de nuestra historia.
Si bien durante el período que ahora se cierra, era excusable y aun podía ser considerada positiva esta manera de gobernar, porque era difícil un comportamiento diferente, hoy, vistas las continuas acciones políticas contra Cataluña provenientes de las administraciones del Estado español y que no mejora, sino todo lo contrario, el reconocimiento de los derechos nacionales de nuestro país, se impone un cambio en la manera de entender las relaciones, y esas mismas relaciones, entre Cataluña y España, porque hemos alcanzado la certeza de que los problemas del país -todos- no tienen solución razonable dentro del constitucionalismo español.
Periodo de crisis significa periodo de cambios. Crisis económica significa que hay que cambiar el modelo o el sistema vigente en este ámbito. Cambio espiritual significa cambios de los valores que rigen las relaciones humanas. Crisis política significa cambio del sistema o del gobierno que gestiona los asuntos públicos. Crisis nacional significa, en el caso catalán, que ha quebrado la actual fórmula de autogobierno y las relaciones vigentes hoy de la parte con el todo.
Los cambios surgidos de los períodos de crisis a menudo son lentos y difíciles de percibir. Por el contrario, la crisis política y nacional que sufre Catalunya nos ha estallado en las manos y ha provocado el derrumbe del régimen estatutario vigente. De esta realidad todavía hay grupos políticos que no han tenido la perspicacia o la sensibilidad de darse cuenta. Algunos intentan poner parches y, como máximo, sólo han modificado el lenguaje utilizado en las manifestaciones públicas, pero poco más.
Estos han llegado a hablar de Cataluña como nación, los derechos del pueblo, de profundizar la autonomía, se han esforzado en ponerse al frente de una manifestación independentista, intentando desvirtuar y orientarla hacia una queja contra cuatro indocumentados magistrados de un tribunal español. Pero ahora su acción política no va más allá, en el tema al que me estoy refiriendo, del intento de restaurar una máquina vieja, oxidada, inservible y que ya no da más de sí. Haciéndolo tratan de compensar su negativa a reconocer que toda nación tiene derecho a decidir su futuro, incluso a ser independiente. Aceptan que existe una línea que no están dispuestos a sobrepasar: la que marca el hecho de que la plena soberanía para decidir el futuro de Cataluña reside en las Cortes del Estado y no en el pueblo catalán. Y se resignan de más o menos buen grado.
Si, por un lado, algunos, no pocos, quedan anclados en un constitucionalismo estéril que ya ha dejado de tener sentido y que no hace más que dar alas y alimentar las actitudes más cerradas, insolidarias y, finalmente, opresivas contra Cataluña, otros, que cada día son más, han empezado a romper las cadenas que nos aherrojan a una realidad que cada día que pasa nos complace menos.
Las cosas están cambiando. Se está extendiendo la idea de que el gran problema sólo se resolverá el día en que Catalunya pueda decidir con libertad si quiere o no quiere ser un estado independiente. Cuando este sentimiento sea más generalizado, sólo habrá dos posicionamientos naturales: estar a favor o en contra de que Catalunya sea un país libre dentro de
De cara al futuro inmediato es necesario que el país tenga un gobierno sólido que acepte sin condiciones el derecho de Cataluña a la plena soberanía. Luego ya hablaremos de los plazos -que no deben ser largos- y de cuál es la mejor manera para alcanzar esos objetivos; ya decidiremos si estamos preparados para el viaje o si es necesario todavía un entrenamiento más intenso. Estas son cuestiones menores sobre las que no es bueno pelearse. Lo más importante es saber qué se quiere y quien se apunta y quién no a trabajar para conseguir el objetivo final.
Entre los progresos que se han ido produciendo en los últimos meses -el debate libre, sereno y normalizado sobre el derecho a la independencia es uno- hay un hecho de capital importancia. Lo es que el líder del partido nacionalista que es mayoritario en Catalunya haya abierto, en sede parlamentaria, un nuevo camino sin límites en la dirección de “somos una nación, nosotros decidimos ” y haya manifestado que en Cataluña se necesita un cambio de rumbo en la marcha hacia la libertad.
Todo hace pensar que el anunciado triunfo electoral de esta opción política contribuirá a arrastrar hacia posicionamientos más soberanistas a los que tienen un entusiasmo nacional menor y que estos entenderán que sin defender el derecho a la autodeterminación su futuro en Cataluña no tendrá un buen pronóstico y que los indudables servicios que durante años han prestado al país no tendrán el reconocimiento histórico del que son merecedores.
En otro orden de cosas, confío en que esta lucha por el mañana con plenitud devolverá el entusiasmo a aquellos sectores de la ciudadanía que han perdido la ilusión por la cosa pública ( la ‘res publica’ de los romanos ), porque entenderán que este es un objetivo por el que vale la pena trabajar sin descanso. La lucha por la independencia es también, pues, un compromiso de voluntad regeneracionista y un deseo de recuperar valores cívicos colectivos hoy devaluados por falta de unos objetivos estimulantes por parte de aquellos que han gobernado el país. Espero que sea así.