Aplacar a los dioses de los bonos

Cuando veo lo que en la actualidad se hace pasar por una política económica responsable, siempre me viene a la mente una analogía. Sé que es exagerada pero, de todas formas, ahí va: la élite política -gobernadores de bancos centrales, ministros de Economía, políticos que adoptan la pose de defensores de la virtud fiscal- se comporta como los sacerdotes de un culto antiguo, y nos exige que llevemos a cabo sacrificios humanos para aplacar la ira de unos dioses invisibles.

Vale, ya les he dicho que era exagerada, pero tengan un minuto de paciencia conmigo.

A finales del año pasado, la opinión general en materia de política económica dio un brusco giro a la derecha. A pesar de que las principales economías del mundo apenas habían empezado a recuperarse, a pesar de que el desempleo seguía estando tremendamente alto en gran parte de EE UU y Europa, crear puestos de trabajo dejó de formar parte del programa. Nos decían que, en vez de eso, los Gobiernos tenían que centrar toda su atención en reducir los déficits presupuestarios.

Los escépticos señalaban que recortar drásticamente el gasto en una economía deprimida no contribuye mucho a mejorar las perspectivas presupuestarias a largo plazo, y que, de hecho, podría empeorarlas aún más al desacelerar el crecimiento económico. Pero los apóstoles de la austeridad (llamados en ocasiones austerianos) descartaban cualquier intento de hacer números. Da igual lo que digan las cifras, declaraban: era necesario recortar el gasto de inmediato para mantener a raya a los vigilantes de los bonos, inversores que cortarían el grifo a los Gobiernos despilfarradores aumentando los costes de sus préstamos y precipitando una crisis. Fíjense en Grecia, decían.

Los escépticos replicaban que Grecia es un caso especial, al estar atrapada por su uso del euro, que la condena a años de deflación y estancamiento haga lo que haga. Los tipos de interés que pagan los países más importantes con una divisa propia (no solo EE UU, sino también Reino Unido y Japón) no mostraban ningún signo de que los vigilantes de los bonos estuvieran a punto de atacar, y ni siquiera de que existieran.

Esperen y verán, aseguraban los austerianos: puede que los vigilantes de los bonos sean invisibles, pero hay que temerles de todas formas.

Este razonamiento resultaba extraño incluso hace unos meses, cuando el Gobierno estadounidense podía pedir créditos a 10 años a menos de un 4% de interés. Nos decían que era necesario renunciar a la creación de empleo, hacer sufrir a millones de trabajadores, con el fin de satisfacer unas exigencias que los inversores en realidad no estaban haciendo pero que los austerianos aseguraban que harían en el futuro.

Pero el razonamiento se ha vuelto aún más extraño últimamente, cuando ha quedado claro que a los inversores no les preocupan los déficits; les preocupan el estancamiento y la deflación. Y han estado manifestando esa preocupación reduciendo los tipos de interés de la deuda de los países más importantes en lugar de aumentándolos. Hace unos días, el tipo de interés de los bonos estadounidenses a 10 años era solo del 2,58%.

Entonces, ¿cómo se enfrentan los austerianos a la realidad de unos tipos de interés que caen en picado en lugar de ponerse por las nubes? La última moda es declarar que hay una burbuja en el mercado de bonos: no es que a los inversores les preocupe realmente la debilidad de la economía, sino que se les está yendo la mano. Resulta difícil expresar lo descarado que es este razonamiento: primero nos decían que debíamos hacer caso omiso de los fundamentos económicos y obedecer en cambio los dictados de los mercados financieros; ahora se nos dice que hagamos caso omiso de lo que esos mercados están diciendo realmente porque están confusos.

Ahora entenderán por qué termino pensando en cultos extraños y salvajes que exigen sacrificios humanos para aplacar a fuerzas invisibles.

Y sí, estamos hablando de sacrificios. Cualquiera que ponga en duda el sufrimiento causado por el recorte del gasto en una economía débil debería fijarse en los efectos catastróficos que han tenido los programas de austeridad en Grecia e Irlanda.

A lo mejor esos países no tenían elección, aunque vale la pena señalar que todo el sufrimiento que se ha infligido a sus ciudadanos no parece haber contribuido a mejorar la confianza de los inversores en sus Gobiernos.

Pero en EE UU sí que tenemos elección. Los mercados no están exigiendo que renunciemos a la creación de empleo. Por el contrario, parecen preocupados por la falta de acción; por el hecho de que, como dijo la semana pasada Bill Gross, fundador de Pimco, el gigante de los fondos de bonos, nos “aproximamos a un callejón sin salida de estímulos” que, según advierte, “se ralentizarán hasta avanzar a paso de tortuga, incapaces de proporcionar un crecimiento de empleo suficiente”.

Teniendo en cuenta todo esto, parece casi superfluo mencionar el último insulto: muchos de los austerianos más alborotadores son, cómo no, unos hipócritas. Fíjense, en concreto, en la rapidez con la que los republicanos perdieron el interés por el déficit presupuestario cuando se les desafió alegando el coste de mantener las subvenciones fiscales para los ricos. Pero eso no les impedirá seguir haciéndose pasar por halcones del déficit siempre que alguien proponga hacer algo para ayudar a los desempleados.

Así que aquí va la pregunta que acabo haciéndome: ¿qué hay que hacer para poner fin al dominio que tiene este cruel culto sobre las mentes de la élite política? ¿Cuándo volveremos, si es que volvemos algún día, a la labor de reconstruir la economía?

Paul Krugman es profesor de economía en Princeton y premio Nobel de Economía 2008.

© 2010 New York Times News Service.

Traducción de News Clips.

 

Publicado por El País-k argitaratua