“Nuestro mal no quiere ruido”

Es bien sabido que hablar de las cosas no es sólo un modo de comunicarlas, es también un modo de intervenir en ellas. Corre la voz, cuaja el rumor, cunde el pánico, se desborda el entusiasmo… Pero decir algo puede ser también lo contrario; puede ser una manera de no hacerlo, de imposibilitarlo incluso. “Mi mal no quiere ruido”, dice el refrán, y a menudo es también nuestro bien el que requiere un poco de contención y sordina.

Todo depende de la circunstancia. En los momentos críticos y difíciles, cuando aquello que uno persigue no anda demasiado a tiro, su proclamación puede ser un estímulo o si más no un catártico aliviadero. Y así era en 1994, cuando escribí la primera versión de Catalunya, de la identitat a la independència.Pero cuando las aspiraciones que parecían insensatas se hacen un poquito más plausibles, cuando en pocos años desaparece el muro de Berlín y aparecen en Europa nuevos estados como setas…, las aspiraciones de Catalunya a acabar ocupando un asiento en el Consejo Europeo o en la ONU parecen mejor defendidas sin grandes proclamas y tratando de no pisar más callos de los estrictamente necesarios. Es hora de que aprendamos nosotros aquello de “alcanzar el efecto sin que se note el intento”.

¿Por ejemplo? No obsesionándonos en sacarles la lengua castellana o en tocarles los toros a los españoles; no andar insistiendo siempre en el hecho diferencial o en la esencia nacional de Catalunya; reconociendo las indudables ventajas tanto económicas como culturales que ha supuesto para nosotros tener el castellano como segunda primera lengua; recordando, en fin, cómo a nosotros mismos nos complacía que Calders o Tísner siguieran hablando y escribiendo en catalán luego de 30 o 40 años de no vivir aquí.

La autodeterminación de Catalunya tiene dos retos claros y distintos: uno exterior (tanto en Europa como en España) si queremos llegar a ser independientes y uno interior (en el paseo de Gràcia o en l´Hospitalet) si queremos serlo democráticamente. Porque de momento ni el cinturón rojo de la inmigración clásica, ni el cinturón dorado de la finanza o la burguesía más nostrada parecen estar mucho por la labor – y sin ellos, sin su voto, de momento no hay democracia que te valga en Catalunya.

¿Que si llegaremos a ello? Espero que sí, pero no sin antes convencer a unos y a otros por lo menos de tres cosas. En primer lugar, de que no peligra con ello su identidad o su economía. En segundo lugar, de que las fronteras no son sagradas y que sin duda son más democráticas las trazadas por la voluntad de los pueblos que las actuales, que resultaron de la turbia mezcla de la sangre del pueblo y el semen de sus príncipes. Y mostrarles, en tercer lugar, que se trata de una opción no sólo más justa, o más lógica, sino también más rentable. Entonces no habrá que apelar a los sufridos sentimientos nacionales de la gente: la independencia será una pura evidencia. La evidencia, por ejemplo, de que para ser más competitivos no podemos vivir con el brazo atado a la espalda del actual sistema de financiación, crucificados con un AVE radial, sin corredor mediterráneo por el que aventarse y con un aeropuerto maniatado a su vez por los intereses mancomunados de Aena y de Barajas.

Que si sabremos ser tan buenos políticos como en Madrid, donde llevan ya siglos mandando y vertebrando a mansalva; que si sabremos superar la avara povertà y el limitado horizonte en que hemos vivido tanto tiempo; que si llegaremos a ser funcionales en el nuevo contexto de la mundialización y la crisis que parece traer puesta. De momento no me atrevo a ir más allá de la respuesta que a menudo daba Cantinflas: “No sé, tal vez, pero lo más seguro es que quién sabe”.

Pero hay algo que me hace pensar que sí, que podemos. Catalunya, y no digamos los PaïsosCatalans, tenemos la escala justa: somos lo bastante pequeños para ser un país abarcable, manejable, intuitivo, donde el pastor y la sirena se dan la mano, pero también lo bastante grandes para ser relevantes, significativos, demográfica y políticamente viables. (Eslovaquia, un país nuevo, más pequeño y con menos habitantes que Catalunya, tiene unas expectativas de desarrollo para este año claramente superiores a las de España). En Madrid todo esto lo saben, y no es lo que más favor nos hace. Tienen bien medidas tanto nuestra potencial relevancia como nuestra actual impotencia: una situación de la que viven, que quieren conservar, y que explica – incluso justifica-la irritación que produce allí hablar de la eventual independencia de Catalunya. La secesión de otras comunidades autónomas podría ser un acontecimiento más o menos relevante o traumático pero no más que eso: una incidencia, un caso. Lo de Catalunya es distinto: no sería un caso para España, sino que España misma pasaría a ser otra cosa. Como otra cosa es también el sarpullido que el sólo hablar de ello les produce.

¿O sea? O sea que guardémonos de afirmaciones nacionalistas grandilocuentes y vayamos preparando el terreno para los sucesivos “peixos al cove” que habrá que ir coleccionando y encajando: “el peix al cove” simbólico de Tarradellas; el económico y competencial de Pujol; el diverso y cordial de Maragall. Sólo nos faltará entonces el “peix al cove” político, el “cove de tots els coves”:la independencia de Catalunya o como quiera llamarse a la amalgama y sinergia de los tres anteriores. La alternativa me parece esta: o vamos construyendo ya este “cesto de todos los cestos” o podemos acabar transformándonos, a fuer de nacionalistas acérrimos, en una cabreada y aburrida versión de la propia Meseta.

 

(*) En Cataluña se ha llamado “política de peix al cove” (“política de pez al cesto”) la de conseguir del Estado español cualquier pez (cosa), por pequeño que sea, y echarlo al cesto

 

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua