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Independiente de la decisión de
En su artículo, Vuelve el Santo Oficio, publicado hace unos días en El País de España, Savater se pregunta si las corridas son una forma de maltrato animal, y para dilucidar la cuestión apela a un criterio –tan caprichoso como restrictivo– según el cual, “se maltrata a un animal cuando no se lo trata de manera acorde con el fin para el que fue criado”. Y da ejemplos: “No es maltrato obtener huevos de las gallinas, jamones del cerdo, velocidad del caballo o bravura del toro”. Que esta reflexión provenga de una mente analítica, solo puede causar sorpresa y decepción.
Es obvio que el maltrato no depende en absoluto de que al animal se lo trate acorde con el propósito de su crianza. Monos y ratones son mantenidos en cientos de laboratorios para realizar con ellos los experimentos más macabros imaginables. Según este peculiar criterio “ético”, el martirio al que son sometidas estas pobres criaturas no debería censurarse, porque así como al toro de lidia se lo levanta para combatir en la plaza, a estos animales se los cría para servir de conejillos de indias.
Y es evidente que obtener huevos de la gallina o jamón del cerdo no es en sí mismo justificable solo porque estos animales se procreen con tal propósito. Todo dependerá en últimas de la manera como consigamos los huevos y el jamón. El campesino que para consumo personal toma algunos huevos de sus gallinas domésticas no se compara con el industrial que, sin la más mínima consideración por el sufrimiento de estas aves, agolpa a miles de ellas en celdas minúsculas para luego cercenarles el pico con una cuchilla al rojo vivo y evitar así que se maten a picotazos como consecuencia del estrés que genera el hacinamiento.
Ni es lo mismo obtener jamón de un cerdo después de sacrificarlo sin infligir sufrimiento (aunque su crianza en condiciones antihigiénicas y los ultrajes a los que con frecuencia se ve sometido son intolerables), que destrozarle el pecho con un destornillador o cualquier objeto punzante como todavía se acostumbra en algunas regiones de Colombia, donde los chillidos del animal agonizante se acompañan con música y aguardiente.
Y en cuanto a “obtener bravura” del toro, su posición no puede ser más deshonesta, porque todos sabemos lo que en realidad significa “obtener bravura”: un vulgar eufemismo que evita mencionar la tortura sistemática a la que es sometido el bovino, comenzando con las banderillas y la puya, y finalizando con la estocada definitiva que con frecuencia degenera en el horripilante espectáculo de una animal que se ahoga en su propia sangre, atravesado por una espada que entra por el lomo y sale por la boca.
Sin embargo, tiene razón Savater en señalar la insensatez del neófito, que incapaz de apreciar el arte de los toros, solo ve sadismo en él. El problema con este argumento es que el valor estético en sí mismo jamás justifica la crueldad, y para salvar su alegato, Savater opta por blindar su posición afirmando que no se trata de discutir sobre una cuestión ética, porque según él, la moral solo “trata de la relaciones con nuestros semejantes y no con el resto de la naturaleza”. En otras palabras, cree salvar su argumento si introduce un dogma gratuito:¡las cuestiones éticas no se aplican a los animales!
Semejante razonamiento parece más propio de un oscurantista del siglo XV que de un intelectual del siglo XXI. Recordemos que en el afán de justificar el horror de la esclavitud, teólogos y autoridades eclesiásticas establecieron que la moral no se aplicaba al hombre de raza negra “por carecer de alma”, lo que permitía disponer de su libertad y de su vida. Ahora Savater reclama esta misma clase de licencia para justificar la barbarie taurina.
Vuelve el Santo Oficio es la respuesta del ensayista español al reciente fallo del parlamento catalán que prohíbe las corridas en toda Cataluña, a partir del 2012, una valiente decisión en una región de larga tradición taurina. Como tantos otros de su generación, Savater es miope a la crueldad del espectáculo, y solo puede ver en esta histórica medida una injerencia abusiva y peligrosa del gobierno en la vida privada de sus ciudadanos. Tal vez ignore que el parlamento no hizo otra cosa que ser consecuente con la legislación española, que desde octubre de 2004 establece: “Los que maltrataren con ensañamiento e injustificadamente a animales domésticos causándoles la muerte o provocándoles lesiones que produzcan un grave menoscabo físico serán castigados con la pena de prisión de tres meses a un año…”.
El pensador español debería más bien explicarnos por qué aquellos que en los últimos seis años se han venido lucrando del sanguinario espectáculo, junto con sus verdugos en trajes de luces, no están pagando cárcel como estipula la ley
EL ESPECTADOR (COLOMBIA)