Manuel Castells Pues sí, dice el 47% de los catalanes según el sondeo del Instituto Noxa para La Vanguardia realizado tras la manifestación multitudinaria para afirmar el derecho a decidir como nación. Pues no, sostiene el 36%. Nunca el sentimiento independentista había alcanzado un tal nivel. “Bueno”, dicen los escéptico-realistas, “¿y qué?”. ¿Adónde lleva esta exacerbación nacionalista? ¿Y cómo podrían conseguir la independencia? Este realismo ramplón olvida dónde germinan los cambios sociales: en las mentes de las personas. La psicología política y la experiencia histórica coinciden en señalar que cuando una mayoría social piensa algo contrario a lo proclamado en los frontispicios institucionales y cuando este pensar se hace práctica, son las instituciones las que cambian.
Pero aquí, ya andamos recordando el artículo 8 y advirtiendo que la sacrosanta Constitución (inteligente arquitectura de compromisos hecha para ser cambiada) es tan intocable como la España eterna de esencias mesetarias. Así las cosas, la cuestión de la independencia como objetivo se transforma en la independencia como proceso. Y teniendo en cuenta el arraigado pacifismo de la ciudadanía catalana, aun en condición de rauxa por el pisoteo institucional a su dignidad, la primera expresión de ese independentismo social se podría dar en el sistema político catalán. Las consecuencias más claras son la nueva hegemonía de Convergència (en menor medida de Unió) y la crisis del proyecto del PSC como partido bisagra entre socialismo catalanista y socialismo nacionalista español. Esto conlleva a la liquidación del tripartito en condiciones más tristes de las que en realidad mereció la experiencia. El independentismo populista de Laporta no despega (aunque puede cambiar si se radicalizan las posturas) y la esperanza del independentismo razonable que era ERC se diluye en el momento clave en luchas internas y maniobras florentinas sólo comprensibles para los iniciados.
E incluso Iniciativa, siempre buena gente, no se decide a entrar de lleno en la lucha por la autodeterminación. Así, parece que Artur Mas tendrá la responsabilidad de canalizar institucionalmente el vuelco ideológico producido en Catalunya. Su tarea no será fácil, porque hay dos peligros. Primero, una fractura ideológica en Catalunya si se radicaliza el españolismo de un sector minoritario pero amplio de la ciudadanía. No sería el 50-50 de Euskadi pero podría llegar a un 60-40 por las personas atemorizadas ante el avance del independentismo. Aquí, el pacto posible con un Montilla mucho más catalanista de lo que se cree disminuiría el riesgo de enfrentamiento civil. El segundo peligro es mayor: utilizar el sentimiento nacional catalán como arma de negociación de autonomía alternativamente con PSOE y PP como se hizo anteriormente. Dicha estrategia fue útil en su momento para obtener mayores cuotas de autogobierno, pero no integra plenamente el sentimiento nacional. Y es que mientras desde las instituciones españolas niegan la especificidad nacional de Catalunya, con anteojos de leguleyos que de tanto legajear se olvidaron de mirar a la sociedad, lo que se ha planteado en la conciencia colectiva es el derecho a ser quien se cree ser y decidir lo que se quiere ser. Esta afirmación nacional no se trapichea en los pasillos de una política desprestigiada.
¿Y entonces? Aquí hay que recurrir a lecciones de la historia y la geografía en situaciones similares. En último término, lo que ocurre en la sociedad civil es lo que decide la suerte de los procesos de cambio, siempre empujando, y a veces desbordando, los cauces institucionales. Por eso las entidades cívicas convocantes de la manifestación del 10-J se enfrentaron al intento de las instituciones de liderar el cortejo.
Un anuncio de los tiempos venideros: o los partidos e instituciones se suman a esa movilización de la sociedad civil, articulándola institucionalmente, o se verán superados por ella. ¿Con qué objetivos? No tiene sentido hablar de programa de independencia, porque si se plantea sería el resultado de un proceso. Lo inmediato es la afirmación del derecho a decidir, o sea, a un referéndum sobre la independencia vinculante en Catalunya con formas de negociación con el Estado español mediante una reforma de la Constitución. Pero la oposición del Estado español será durísima. Yahí es donde el proceso se complica, porque, bloqueadas las vías institucionales, sólo queda la desobediencia civil.
Se habla estos días en Barcelona de pagar los impuestos en una cuenta propia de Catalunya sustrayéndolos al Estado español, de bloquear el Parlamento español en votos clave mediante la ausencia en bloque de los diputados catalanes, de cursar miles de querellas legales contra las decisiones de la administración central, de boicotear la prensa de Madrid que miente sobre Catalunya, de boicotear Iberia, y otras formas imaginativas de expresar la determinación pacífica de los catalanes de que a las malas no van a poder con ellos. Porque no es sólo una cuestión de identidad sino de bienestar económico y social, como Flandes en Bélgica. Catalunya sabe que puede ser, en el marco europeo, un país productivo y competitivo hoy lastrado por una España montada, en buena medida, en una economía especulativa de la finanza y el ladrillo, eslabón débil de la economía europea. La necesaria solidaridad económica y social de Catalunya hacia una España en crisis requiere como contrapartida un respeto a valores fundamentales de una nación hoy en día negada y vilipendiada por quienes, en parte, viven a su costa. Así no, señores o señoritos. Pasó el tiempo del ordeno y mando.