Existe la sensación de que uno se queda atado a un estado incapaz de evolucionar
Ruedo Iberico, revista fundada en el exilio parisino en los sesenta, reunió las dosis mayores de clarividencia sobre lo que entonces ocurría en el Estado, y que hacían vaticinar el fracaso de la Transición. Así, en 1970, un analista con el seudónimo de Ricard Soler anticipaba la reconversión del régimen a una democracia de baja calidad a partir de la sumisión de los diversos partidos a la oligarquía administrativofinancera del Estado, con la tolerancia de unas clases medias miedosas y vulnerables en un estado corrompido transversalmente por el franquismo y una estructura social extremadamente desigual, con la excepción, claro está, de Cataluña y el País Vasco. Esto ya hacía intuir un conflicto envuelto en banderas.
Precisamente el relato oficial sobre la cuestión catalana, la que ofrece el régimen de bipartito único (PSOE-PP), es interpretar este conflicto como la aparición y profundización del nacionalismo por generación espontánea, vía conspiración judeomasónica. Con cierta facilidad, desde el Principado caemos en la trampa emocional y explicamos el progresivo distanciamiento con España desde una dimensión sentimental. Descubrimos que no nos quieren y nos cuesta encontrar explicaciones racionales hasta el punto de caer en un complejo de culpa. Sin embargo, esta palabra mágica, atizada desde el poder hispánico con ánimo ofensivo, nacionalismo, representa el árbol que nos tapa el bosque. Porque, no es Cataluña la que tiene problemas, sino España, que con su comportamiento cerrado y paranoico queda en evidencia.
Porque lo que todavía hoy llaman “problema catalán” no se trata exclusivamente de una cuestión nacional, sino que nos encontramos ante un choque entre culturas políticas, entre una concepción teológica del poder imperial (la sacralización de la monarquía o la constitución) contra el republicanismo catalán, donde el ciudadano es el exclusivo depositario de la soberanía. Pocos recuerdan que Barcelona y Figueres fueron las últimas capitales de la República. La dictadura y su reconversión monárquica han extendido el virus de la corrupción y el autoritarismo franquista en la sociedad y las instituciones, mientras que en la práctica el Principado se convierte en la tácita capital de la República de 1931, en el sentido de que predominan los valores democráticos, éticos, liberales y sociales que en España fueron sometidos a un exterminio físico e intelectual. El Constitucional es un ejemplo claro de cómo los residuos franquistas permanecen adheridos a las instituciones. Sus magistrados se empeñan en emular un consejo de ayatolás que toma la Constitución como palabra del profeta mientras aplasta el concepto superior de soberanía popular. Como se señalaba cuarenta años atrás en Ruedo Ibérico, la supervivencia de una cultura política totalitaria, con un decorado democrático, utiliza el odio al “nacionalismo” catalán como herramienta cohesionadora de un país, España, que parece conformarse con la emoción vacía, la exaltación catártica, sin capacidad de seducción entre aquellos poco amigos de clamar o exhibir adhesiones inquebrantables a un modelo de estado caduco.
En este contexto, desde los numerosos fracasos y desengaños con una España superficialmente democrática, los catalanes no nos hemos vuelto más emocionales ni nacionalistas, sino desencantados, desconfiados y pragmáticos. Existe la sensación de que uno se queda atado a un estado (y también a una nación, la española) incapaz de evolucionar ante los nuevos paradigmas democráticos.
Hemos experimentado en diversos episodios (el fracaso de los procesos de memoria histórica, la guerra de Irak, la actuación de la Audiencia Nacional, la ausencia de políticas de bienestar, la ley de partidos, las agresiones al Estatut, el anticatalanismo …) la constatación de que la pertenencia al Estado español implica inseguridad democrática. Descubrimos que, como última frontera de la República, estamos en guerra fría contra los herederos de la España Nacional. En consecuencia, se ha cumplido la profecía de Ramon Trias Fargas: “Los catalanes no serán independentistas hasta que les obliguen”.