¿Un proceso imparable?
“El nuevo independentismo tiene que dejar de lado las taras tradicionales de un movimiento más ocupado en despiojarse marginado que en hacer su camino con determinación”
La larga y penosa tramitación del nuevo Estatuto de Autonomía ha movido unos resortes sociales que aún no son del todo perceptibles en Cataluña. Ha servido como instrumento efectivo de concienciación nacional. Una vez más, como tantas otras a lo largo de la historia, la reacción de la sociedad española ha consistido en una respuesta agresiva. España sabe que Cataluña es un invitado a la fuerza. Todos los que invoca n la “historia compartida de más de cinco siglos”, todos los que apelan a la solidez de “la nación más vieja de Europa”, saben que esta realidad se ha construido-y se mantiene aún sin haber podido asimilar algunas viejas -y más sólidas aún- discrepancias. Por tanto, historia, nación y antigüedad son conceptos teóricos, propagandísticos, para ocultar una realidad ni tan sólida ni tan nacional ni tan antigua.
En el fondo, los españoles desconfían profundamente de los catalanes. Saben que no son como ellos e intuyen que “se quieren ir”. Ante estas evidencias -negadas en público, pero aceptadas en privado-, la sociedad española recurre, una y otra vez, a la única solución que considera eficaz: la violencia. La violencia verbal -el insulto, el desprecio, la amenaza- o la violencia física en el grado que permita cada momento histórico. En forma de boicot o en forma de invasión militar. A pesar de la distorsión que practica a menudo la sociedad española, ¿quién puede negar entre ellos que el Alzamiento del 36 se justificaba también contra el separatismo? No sólo los rojos merecían la reacción de la España nacional. También los rojoseparatistas o directamente los separatistas. Esta es precisamente la convicción que les hizo denominarse nacionales. Y que hizo que trataran a Cataluña como un territorio rebelde ocupado.
Esta manera de resolver el problema ha sido siempre acompañada de una estupefacción crónica. Porque los españoles no han entendido nunca cómo es que los catalanes se resisten a ser asimilados por una lengua, una cultura, una civilización y un hecho nacional superiores. Tanto les consterna esta absurda resistencia, que así lo expresan a menudo sin molestarse ni en disimularlo. El rechazo de sus dirigentes a aceptar el catalán como un idioma normal que deben aprender si se instalan en Cataluña es exactamente eso. Es el rechazo de quien se considera superior a admitir imposiciones de quien considera inferior. Esta superioridad casi colonial queda también clara cuando los dirigentes de la sociedad española pretenden utilizar la inmigración en Cataluña como una quinta columna para asimilar y vencer resistencias autóctonas.
Hay muchos catalanes que no sólo intuyen esta realidad. La conocen y la temen. Por eso Cataluña ha transitado por su historia reciente con la convicción de que había que evitar el enfrentamiento directo, que había que superar con buena voluntad todos los intentos asimiladores, que había que resistir sin decantarse nunca por la única solución que podría garantizarles la persistencia. Es esta convicción -la de la propia debilidad- la que explica el pujolismo y también la que justifica la propia esencia de las siglas PSC-PSOE. Quizás también hay catalanes que se han creído de buena fe que podrían invertir esta hostilidad histórica castellana con pedagogía.
El último año ha cambiado de manera drástica estas percepciones. Unas y otras. La de los que se movían obsesionados por la prudencia, aunque con miedo, y la de los que pensaban que España se podría regenerar como no se ha regenerado nunca. Es curioso. Justo en el momento en que España se alzaba con fuerza y casi todo el mundo llegaba a la conclusión de que se había modernizado, ha sido suficiente con un gesto de Cataluña y con una crisis económica para que las viejas costuras cedieran. La destrucción del Estatuto de Autonomía ha sido un punto de inflexión. La España de siempre ha vuelto a exhibir la intolerancia que la define. La España regenerada ha fracasado por falta de parroquia.
Esta constatación ha abierto un proceso de clarificación en Cataluña con unas consecuencias aún imprevisibles. Muchos miedos han quedado atrás y muchas falsas esperanzas han sido abandonadas. Los próximos meses serán los de la crisis en el PSC, los de la asimilación progresiva, por parte de Convergencia Democrática, de la necesidad de dejar de preparar el cesto y conseguir la caña. Y será también la hora del independentismo declarado, abierto, desacomplejado, ambicioso y alegre. Pero para que este independentismo político coja vuelo y se convierta en una alternativa real de gobierno se necesitan dos reflexiones. La primera tiene que hacer Esquerra Republicana. Esquerra debe asumir los errores de estos años. Debe aceptar que ha perdido muchísima credibilidad en el momento de máximo crecimiento del soberanismo por deméritos propios. Debe dejar de tratar con hostilidad a todo lo que considera enemigo y aceptar que hay que sustituir sectarismo por madurez. Un cambio duro. Tan duro como necesario.
La segunda reflexión la deben hacer los viejos y los nuevos independentistas que se definen precisamente como alternativa a Esquerra. Si quieren convertirse en una referencia válida en el camino que debe llevar a Cataluña a la libertad, deben dejar de lado las taras tradicionales de un movimiento más ocupado en matarse los piojos marginado que hacer camino con determinación . Si se presentan a las próximas elecciones desunidos y enfrentados, por mucho que quieran justificar con el matiz la existencia de cada bando, perderán el tiempo y la oportunidad. Retrasarán un proceso que por primera vez en la historia parece imparable.