Una mañana de 1918, un hombre se presentó en la puerta del soviet de Petrogrado y dijo: “Soy Malinovski, el provocador. Le ruego arrestarme”. Era el tremendo Año Uno de la Revolución Rusa: guerra civil, sabotajes, complots, atentados contra Lenin, ejecuciones y fusilamientos diarios. Y aquel desconocido que pedía ser arrestado encarnaba en sí mismo toda esa vorágine: Rodino Malinovski había sido el principal representante bolchevique en la Duma (Parlamento zarista), el hombre que transmitía en Rusia las palabras desde el exilio de Lenin, el militante de impecable trayectoria, iniciada cuando purgó cárcel de jovencito y coronada fuera de presidio, cuando fue enviado a la conferencia bolchevique de Praga en 1912, accedió luego al Comité Central del partido y finalmente ocupó su banca en la Duma. El pequeño detalle es que Malinovski era a la vez agente de la Ojrana, la policía secreta zarista, que llegó a tener 40 mil agentes en su filas, entre infiltrados, espías, soplones y vigilantes. De hecho, fue la colaboración en las sombras de la Ojrana lo que permitió a Malinovski acceder a la Duma, quien para entonces ya había logrado entregar a Miliutin, a Noguin, a María Smidovich y hasta al propio Stalin a sus empleadores, y cuando creyó que estaba por ser descubierto se esfumó en la guerra (debidamente recompensado por la Ojrana). Capturado por los alemanes, recuperó su ardor revolucionario en el campo de prisioneros y, cuando fue liberado, retornó a Rusia, no para sumarse a la revolución sino para que la revolución lo juzgara, lo condenara y lo ejecutara. “He sufrido enormemente con mi existencia dual. No comprendí cabalmente la revolución, me dejé ganar por la ambición, merezco ser fusilado. Pero con la revolución en mi corazón”, dijo en el estrado. El tribunal le concedió su pedido: lo condenó a muerte. Pero esa noche, cuando era trasladado por los pasillos del Kremlin, Malinovski cayó muerto de un balazo en la nuca. No por condenarlo a muerte iban a darle el gusto de fusilarlo: lo mataron por la espalda, la muerte que merecían los agentes provocadores.
El caso de Salomón Ryss es su contracara: Ryss organizó un grupo terrorista sumamente audaz por órdenes expresas de la Ojrana. Tan literal fue en el cumplimiento de sus órdenes que terminó realizando verdaderos atentados antizaristas, que adjudicaba a otros grupos cuando informaba de ellos a la Ojrana. Lo insólito del caso es que la Ojrana lo valoraba tanto que, cuando Ryss cayó en una redada, organizó su evasión de la cárcel, ordenando a dos gendarmes que colaboraran (quienes luego fueron llevados a consejo de guerra y condenados a trabajos forzados). Ryss fue finalmente capturado en el sur de Rusia, cuando ya sus propios compañeros terroristas desconfiaban de él. Fue juzgado y condenado a muerte por la Justicia del zar al mismo tiempo que, in absentia, era condenado a muerte por su grupo revolucionario. A diferencia de Malinovski, Ryss sí fue fusilado: tuvo una muerte revolucionaria.
Víctor Serge descubrió estas historias cuando, en aquel frenético Año Uno de la Revolución, se sumergió en los archivos de la Ojrana con orden de “informar públicamente al pueblo soviético” sobre lo que hallara en las entrañas de la bestia. En 1921, Serge publicó en el Boletín Comunista un informe titulado “Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión”, hoy un clásico en los estudios de redes sociales. Contaba allí que los funcionarios de la Ojrana redactaban un informe pormenorizado de cada uno de sus casos, que se hacían imprimir en ediciones de únicamente dos ejemplares: uno era para el zar, el otro quedaba en “el gabinete negro”, una sala secreta de la Ojrana que contenía aquella biblioteca de ejemplares únicos. Tan únicos eran aquellos informes que, en manos revolucionarias, anunciaba Serge al público soviético en 1921, podrían servir para reconstruir la historia del movimiento anarquista en Rusia, “algo extraordinariamente difícil, a causa de la dispersión e insularidad de los grupos anarquistas y de las pérdidas inauditas que sufrió el movimiento hasta su desintegración”.
Aún eran tiempos en que los que habían dado su vida por la revolución eran héroes y el propio Serge era todavía apreciado por el régimen a pesar de su pasado anarquista. Década y media después, acusado de disolvente y contrarrevolucionario, sufriría cárcel y exilio en Siberia, hasta que el clamor europeo por su liberación agotó a Stalin (Serge había nacido en Bélgica, de padres rusos exiliados, y había militado en Francia, Holanda y Alemania, donde sufrió cárcel, antes de llegar a Rusia). De todo esto, desde su niñez proletaria en Bruselas hasta sus solitarios años finales de exiliado en México, donde murió en 1947, habla Serge en sus Memorias de un revolucionario, hoy un clásico de la literatura de disidentes.
En el informe publicado en 1921 en el Boletín Comunista, Serge se refería a la Ojrana del zar casi en los mismos términos en que veinte años después, en sus Memorias, hablaría de la Cheka, la policía secreta soviética creada por el incorruptible e implacable Félix Dzerzhinsky, que con el tiempo se convirtió en el GPU, luego en NKVD y finalmente en KGB. Cuenta Norman Mailer en El fantasma de Harlot que los primeros agentes de la CIA estudiaban a Dzerzhinsky en su curso de ingreso a la agencia. Algo sugestivamente similar cuenta Víctor Serge sobre la Ojrana en su informe de 1921: que sus funcionarios enseñaban y tomaban examen a sus agentes sobre teoría e historia revolucionaria, antes de soltarlos en las calles. Completemos la escena con lo que ocurría en las cárceles siberianas: como bien se sabe, los presos revolucionarios decían que las cárceles eran sus universidades; y lo decían porque en los pabellones carcelarios, en las horas muertas de encierro, los más veteranos transmitían a los novatos sus lecciones sobre marxismo y bolchevismo, historia y praxis de la revolución, casi con las mismas palabras que usaban los jefes de la Ojrana para desasnar a sus agentes, en los sótanos del edificio de Fontanka 16, Petrogrado.
En el final de su informe de 1921, Serge adjudica a la creación de la Ojrana y su posterior crecimiento la caída final del zar. Veinticinco años después, en el final de sus memorias, afirma que una de las causas del fracaso de la revolución en Rusia fue la creación de la Cheka. La Cheka fue, como la Ojrana, “un Estado dentro del Estado, resguardado por el secreto de guerra”. La Cheka fue “un organismo enfermo desde su inicio” porque se construyó sobre las ruinas de la Ojrana. Recordémoslo siempre, es bien sencillo de recordar: la Cheka se basó en la Ojrana, y la CIA se basó en la Cheka, igual que la KGB. Y recordemos, también, a Víctor Serge, a quien ningún país europeo quiso dar pasaporte cuando Stalin lo expulsó de Rusia en 1937, y por eso murió apátrida, y por eso sigue apátrida hasta el día de hoy: porque nadie lo reclama como propio, a pesar de su singularidad, o por culpa de ella.
Publicado por Página 12-k argitaratua