¿Se avecina una década perdida?

A pesar del coro de voces que afirman lo contrario, no somos Grecia. Sin embargo, nos parecemos cada vez más a Japón. Durante los últimos meses, muchos de los comentarios que se han hecho sobre la economía -algunos de los cuales se hacían pasar por información objetiva- giraban en torno a un tema: los responsables políticos están haciendo demasiado. Los Gobiernos tienen que dejar de gastar, se nos dice. Grecia se esgrime como un cuento con moraleja, y cada pequeña subida del tipo de interés de los bonos del Gobierno estadounidense se considera un indicio de que los mercados se están volviendo contra EE UU por sus déficits. Mientras tanto, hay continuas advertencias de que la inflación está a la vuelta de la esquina y de que la Reserva Federal tiene que abandonar sus esfuerzos por apoyar la economía y poner en marcha su estrategia de salida, restringiendo el crédito mediante la venta de activos y subiendo los tipos de interés.

¿Y qué hay del desempleo casi récord, con un paro a largo plazo que es el peor que ha habido desde los años treinta? ¿Qué hay del hecho de que los aumentos del empleo de los últimos meses, que, aunque se agradecen, hasta ahora han reportado menos de 500.000 de los más de ocho millones de puestos de trabajo perdidos tras la crisis financiera? Bah, preocuparse por los parados es muy de 2009.

Pero la verdad es que los responsables políticos no están haciendo demasiado; están haciendo demasiado poco. Los datos recientes no indican que EE UU vaya camino de un hundimiento de la confianza de los inversores similar al de Grecia. Lo que sí dan a entender, en cambio, es que tal vez nos dirijamos hacia una década perdida como la de Japón, atrapado en un prolongado periodo de paro elevado y bajo crecimiento.

Hablemos primero de esos tipos de interés. En varias ocasiones a lo largo del pasado año, tras unas subidas moderadas de los tipos, se nos ha dicho que ya estaban aquí los guardianes de las obligaciones, que más le valía a EE UU recortar drásticamente su déficit o, si no, que se preparara. En cada ocasión, los tipos volvieron a bajar al poco tiempo. Recientemente, en marzo, se armó un jaleo por el tipo de interés de los bonos estadounidenses a 10 años, que había subido desde el 3,6% hasta casi el 4%. The Wall Street Journal titulaba: “El miedo a la deuda hace subir los tipos”, aunque realmente no había ninguna prueba de que el miedo a la deuda fuese el responsable.

Desde entonces, sin embargo, los tipos han desandado, y con creces, esa subida. El jueves, el tipo de las obligaciones a 10 años estaba por debajo del 3,3%. Ojalá pudiera decir que la caída de los tipos de interés refleja un aumento del optimismo respecto a las finanzas federales de EE UU. Sin embargo, lo que realmente refleja es un aumento del pesimismo respecto a las perspectivas de una recuperación económica, pesimismo que ha hecho que los inversores huyan de cualquier cosa que parezca arriesgada -de ahí el hundimiento del mercado de valores- para refugiarse en la aparente seguridad de la deuda del Gobierno estadounidense.

¿Qué hay detrás de este nuevo pesimismo? En parte es un reflejo de los problemas en Europa, que tienen menos que ver con la deuda gubernamental de lo que han oído; el verdadero problema es que, al crear el euro, los dirigentes europeos impusieron una moneda única a economías que no estaban preparadas para una medida así. Pero también hay señales de advertencia en EE UU; la última, el informe del miércoles sobre los precios de consumo, que mostraban una indicación clave de una caída de la inflación por debajo del 1%, su valor más bajo en los últimos 44 años.

La verdad es que no tiene nada de sorprendente: es de esperar que la inflación caiga ante el paro masivo y el exceso de capacidad. Pero de todas formas son noticias realmente malas. La inflación baja, o, todavía peor, la deflación, tiende a perpetuar la recesión económica porque anima a la gente a acumular dinero en vez de gastarlo, lo que hace que la economía siga deprimida, lo cual conduce a más deflación.

Ese círculo vicioso no es hipotético; que se lo pregunten a los japoneses, que cayeron en la trampa deflacionista en los años noventa y, a pesar de los episodios ocasionales de crecimiento, siguen sin poder salir de ella. Y podría pasar en EE UU.

Así que lo que realmente deberíamos preguntarnos en estos momentos no es si estamos a punto de convertirnos en Grecia. Lo que deberíamos preguntarnos, en cambio, es qué estamos haciendo para evitar convertirnos en Japón. Y la respuesta es: nada.

No es que nadie entienda el riesgo. Tengo sospechas fundadas de que algunos funcionarios de la Reserva Federal ven los paralelismos con Japón muy claramente y desearían hacer más para apoyar la economía. Pero, en la práctica, es todo lo que pueden hacer para refrenar los impulsos restrictivos de sus compañeros, que (al igual que los gobernadores de los bancos centrales de los años treinta) siguen teniendo pavor a la inflación a pesar de la ausencia de cualquier indicio de que los precios estén aumentando. También sospecho que a los economistas de la Administración de Obama les gustaría muchísimo ver otro plan de estímulo. Pero saben que un plan así no tendría ninguna posibilidad de ser aprobado por un Congreso aterrorizado por los halcones del déficit.

En resumen, el miedo a las amenazas imaginarias obstaculiza cualquier respuesta eficaz al peligro real al que se enfrenta nuestra economía.

¿Sucederá lo peor? No necesariamente. Quizá las medidas económicas que ya se han tomado terminen por hacer el milagro y pongan en marcha una recuperación que se mantenga sola. Sin duda, eso es lo que todos esperamos. Pero la esperanza no es un plan.

Paul Krugman es profesor de economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008.

 

© New York Times Service.

Traducción de News Clips.

Publicado por El País-k argitaratua