Sobre el uso de símbolos y ruinas

Nuestro paisaje simbólico está en cambio. Monumentos a próceres fascistas se desvanecen en la madrugada sin dejar rastro. Estatuas de militares golpistas son confinadas, de repente y sin aviso, en lugares ocultos a la mirada; y bien parece que las melodramáticas águilas negras de San Juan alzaron el vuelo sin dejar rastro en las cornisas donde anidaron siete décadas.

Una parte de nuestra sociedad pidió con insistencia que los símbolos de la dictadura fuesen retirados del espacio público; y con razón, porque esas efigies, esos pájaros, nombres, dardos y arcos victoriosos, ese palacio del miedo en Cuelgamuros, son ejemplo tan solo de dos cosas: la violencia como proyecto y la humillación como instrumento.

Transcurridos 30 años, el resultado de esa demanda ha sido el artículo 15 de la Ley de reparación 52/2007 de 26 de diciembre, que establece la retirada de todo el ajuar faccioso; con salvedades: las que ampare la presunta condición de arte. En cualquier caso, la ley permite una limpieza notable. Y ahora que eso es posible, considero urgente meditar los términos de su retirada. ¿Deben desaparecer sin más? Opino que no. Pensar qué hacer con todo ello es más efectivo que la precipitada solución terminal, porque esa siempre existirá. No se trata de usar los iconos de la dictadura y actuar en ellos para establecerlos como pieza didáctica para “aleccionar-sobre-lo-que-pasó”, sino para levantar interrogaciones, curiosidad –esa acción que Nabokov definió como la transgresión en estado puro– sobre la ética de nuestra sociedad, puesto que los símbolos es de ética de lo que hablan. Resignificar es otorgar la posibilidad de debatir nuevos contenidos para la memoria pública, que no es otra cosa que la imagen del pasado públicamente discutida. Derribar o transformar un monumento o edificio sin meditar su provecho es una pérdida grande, tras la cual sólo aparece el vacío. ¿Era eso lo deseado, un vacío permanente?

El 20 de noviembre de 2005, Montserrat Iniesta, una de las más interesantes museólogas de este país, directora de Vinseum, se dirigió a la sala de reserva del museo y regresó con el busto del dictador que había presidido el Salón de Plenos del Ayuntamiento. Estaba en buenas condiciones. Colocó en el vestíbulo una peana y sobre ella la cabeza de piedra de aquel símbolo principal de la dictadura. Añadió una mesa y puso en ella un libro con páginas limpias, lo asistió con un bolígrafo de tinta azul y un videomatón cercano a una esquina de la sala. Dispuso luz templada y colgó en la entrada el nombre de aquella instalación: Escolta, Franco. Acto seguido, convocó a los ciudadanos a visitar el busto para decirle a Franco lo que nunca le habían podido decir, por escrito, o de viva voz, podían hablar o entonar una canción. El resultado fue integral: aplausos y recriminaciones. Radio, televisión y prensa se hicieron eco de aquella propuesta con un entusiasmo desconocido en los eventos conmemorativos y sus aburridas liturgias. Nunca se habló tanto de Franco ni de memoria como en aquellos días. El espacio de la instalación que exhibía el símbolo central de la dictadura se convirtió en fuente de la memoria democrática con la interpelación permanente de ciudadanos que expresaron sus opiniones sobre el dictador, y sobre la bondad o la maldad de aquella iniciativa. En síntesis, alguien había pensado cómo actuar en los procesos sociales que pueden generar los símbolos. Aquel acto constituye una decisión de referencia para pensar con sosiego, más allá de la iconoclasia simple, precipitada.

El mismo año, Rudolf Herz se reunía con un albañil suabo a quien el Ayuntamiento de Dresde había entregado las piezas del enorme monumento a Lenin, retirado del centro de la ciudad. Llegaron a un acuerdo. Herz montó el busto de Lenin y sus dos anónimos guardianes en la plataforma descubierta de un camión tráiler, y cruzó Europa durante cuatro semanas. Denominó la operación Lenin on tour. Se detenía en mercados y plazas, o ante edificios y lugares emblemáticos y concurridos. Retrató las reacciones de los transeúntes. Hubo de todo, botes de pintura y flores, asombro, deleite, curiosidad. Entrevistó y filmó ciudadanos ante la efigie, y constituyó un archivo cuya exposición podía verse en el Museo Ludwig de Colonia el pasado otoño. Impresiona el debate generado. Herz contó el objetivo de su actuación: “Mostrar Lenin a mis contemporáneos para que me muestren ellos el Lenin del siglo XXI”. La piedra puede ser dialógica.

Imagino pasear por España la nave con la que el generalísimo surcaba las aguas extrayendo peces que ilustraban los noticieros, y que ahora muere en una llanura de Burgos, pasto del ácido y la yedra, despojada de sentido y de valía. La imagino ante el arco de la Victoria, en Moncloa, o frente al Ayuntamiento de Quintanilla de Onésimo, o ante el Parlamento. Y que alguien filme y guarde.

Retengo, por encima de cualquier otro, el proyecto que Horst Hoheisel presentó al concurso público para realizar el Memorial del Holocausto en Berlín. Situaba sendos pilares con los nombres de los principales campos de extermino ante los dos pabellones que encuadran la puerta de Brandeburgo. El siguiente paso consistía en dinamitar el conjunto monumental. Así, las ruinas de la puerta de Brandeburgo, el monumento que encarna la “grandeza nacional de Alemania”, entrelazadas con los nombres de los campos de la muerte, serían el Memorial del Holocausto. Como era de esperar, el proyecto no prosperó. Pero me parece una buena sugerencia para el Valle de los Caídos, mucho más que mutarlo en un ridículo museo de la Guerra Civil. Sí, sugiero ese proyecto para el Valle. Desde luego, antes deberían sacar los restos allí recluidos; y a los benedictinos, claro, que nadie por un descuido se olvide de ellos, pobre gente.

Publicado por Público-k argitaratua