En un mundo ciego, estaríamos todo el tiempo tanteándonos las manos en la oscuridad y buscándonos con la boca las orejas. En un mundo enteramente visual, donde los cuerpos sólo tuvieran forma, nos pasaríamos el día tendiéndonos imágenes o imponiéndolas o robándonoslas los unos a los otros como única vía de acceso individual a la existencia. ¿Qué significa mirar? ¿Qué efectos introduce en la materia? Plutarco, hablando de los enamorados, decía que una mirada es capaz de producir un incendio a muchos metros de distancia, lo que han hecho literalmente cierto, sin odio y sin amor, los pilotos que bombardean Iraq o Afganistán desde sus aviones. Los hombres se miden recíprocamente, se clasifican, se humillan y se homenajean con los ojos; hay formas de atención que encierran en el propio cuerpo -eso que llamamos “pena” o “vergüenza”- y otras que corrompen el alma a fuerza de insistencia y sobreprotección. La invisibilidad es la condición de los que están atrapados en el muro de su propia carne, sin ninguna salida hacia los otros; la sobrevisibilidad es la maldición de los que no pueden contraerse bajo ninguna concha o caracola para aliviarse a solas de la exigente luz general. Pero, ¿qué significa mirar? ¿Qué significa mirar, no desde los propios ojos sino desde un órgano colectivo, mecánico, aparentemente impersonal? ¿Qué significa ser mirado por todo el mundo al mismo tiempo? ¿Qué significa mirar y ser mirado -una vez extirpado el anticuado ojo individual- con una cámara?
En 1797 Jeremy Bentham, filósofo inglés fundador del utilitarismo, ideó una cárcel modelo con el propósito de que los prisioneros estuvieran todo el tiempo, en todos los momentos de su existencia cotidiana, bajo la mirada central de la institución penitenciaria. Bentham llamó a esta propuesta de totalitarismo visual “Panóptico”, porque subrogaba la mirada de Dios, capaz de penetrar todos los rincones, pero con técnicas y objetivos sociales. Su proyecto fue materializado en distintos lugares del mundo -la Cárcel Modelo de Madrid, la Caseros de Buenos Aires, la Rotunda de Venezuela, la Penitenciaría de Lima o el Panóptico de Bogotá- antes de extenderse, como bien analizó el pensador francés Michel Foucault, al ejército, el trabajo o la educación.
Hoy la cámara ha separado definitivamente la mirada de los cuerpos y generalizado, a modo de medio ecológico o atmosférico de las ciudades capitalistas, la visibilidad total del Panóptico. Un ciudadano de Londres, por ejemplo, es grabado una media de cuatrocientas veces al día y sólo en Madrid hay un mínimo de 20.000 cámaras en lugares públicos -o penetrando en ellos- dedicadas a registrar y almacenar las imágenes de los madrileños en sus recorridos comerciales cotidianos. Y si es verdad que las cámaras han llegado ya hasta los colegios y se siguen utilizando para disciplinar a sujetos declarados peligrosos, lo cierto es que el Panóptico urbano moderno no es una extensión de la prisión, como quería Foucault, sino del mercado. Es la lógica del centro comercial, en el que la vitrina y la vídeo-cámara se confunden para construir sobre todo consumidores de imágenes, la que se ha extendido a todos los otros espacios: el banco, el aeropuerto y el museo, claro, pero también el metro, donde 3.000 cámaras graban ininterrumpidamente en Madrid a los pasajeros que, en los andenes, contemplan las pantallas encendidas que -también ininterrumpidamente- emiten publicidad explícita o encubierta. Esta atención constante aumenta menos la seguridad del Estado que los beneficios de las empresas y sus responsables de marketing; y esta atención constante -corrupción del alma capitalista- no nos hace sentir prisioneros, no, sino protegidos y, aún más, valorizados y hasta salvados.
En el mercado, la atención panóptica está dirigida hacia los productos, para protegerlos o para publicitarlos, y los productos por excelencia, junto a los carros, los perfumes y las pantallas de plasma, son las imágenes mismas: eso que llamamos también “celebridades”. Cuando pensamos en una cámara depredadora, persiguiendo y grabando sin descanso un objeto, no pensamos en los delincuentes o los inmigrantes, abandonados ya a su suerte y obligados a buscar una ambigua oscuridad, sino en Messi o Cristiano Rolando, en la princesa Leticia o en Carla Bruni, en actrices, cantantes, deportistas famosos -reflejos puros que, al revés que los vampiros, ya no tienen cuerpo sino sólo imagen en el espejo. Cuando pensamos en el Panóptico no pensamos en la prisión sino en el escaparate: todos queremos ser productos, todos queremos ser grabados, todos queremos ser vendidos, incluso gratis, en este intercambio generalizado de imágenes caníbales. No nos vigilan, nos dan valor; y si nuestro valor depende de la cámara que nos extrae de nuestra triste carne amurallada, ¿no habrá que pagar por ello? Sólo esta lógica del Panóptico mercantil puede explicar que el hotel St. Christopher Inn’s de Londres ofrezca una habitación en la que los huéspedes son filmados las 24 horas del día y cuyas imágenes son difundidas en tiempo real por internet; o que los clientes europeos del prostíbulo Big Sister en Praga paguen un suplemento para que sus encuentros sexuales sean registrados y difundidos en la red. Sólo esta lógica del panóptico comercial puede explicar que los occidentales midan su libertad por el número de televisiones y de mirones.
“Publicidad” fue el gran descubrimiento de la Ilustración y la Revolución Francesa: la liberación del espacio público de los caprichos y arbitrariedades privadas del rey. Hoy este concepto se ha pervertido de tal modo que “publicidad” evoca, al contrario, la penetración de los intereses particulares en un espacio público condenado a ser la extensión ampliada -mediante tecnologías capaces de separar el ojo del cuerpo- de los murmullos más íntimos, de los impulsos más instintivos, de las frustraciones individuales más socialmente estereotipadas. Ningún malestar puede ser corregido, pero puede ser al menos grabado y difundido. No hay nadie tan pobre, tan ignorante, tan extraviado, tan loco, tan violento, tan desdichado, tan malo, que no pueda formar parte de esta comunidad visual. El espacio público, definido ahora como el conjunto de todas las imágenes privadas convergentes en las pantallas, exige y disculpa lo que las leyes condenan. El pasado mes de marzo, por ejemplo, un programa de televisión español, Generación Ni-Ni, no sólo grabó en una habitación cerrada una agresión sexual sino que después grabó también y difundió, con ánimo presuntamente pedagógico, el debate que los agresores y la víctima, sentados a la misma mesa junto a dos psicólogos, mantenían en torno a las imágenes, en un ejercicio metatelevisivo destinado a convertir un delito condenado con hasta 10 años de prisión en una broma pesada a gusto de todos los públicos (incluida la agredida). El Panóptico de Bentham disciplinaba a los delincuentes; el panóptico mercantil delicuentiza y absuelve a los indisciplinados. Y divierte a los parados.
La hipocresía de Tartufo era odiosa. Su inversión no lo es menos. Antes había cosas que uno sólo se permitía en privado; hoy, en el marco del panóptico mercantil, es al revés: hay cosas que sólo se permiten -y hasta se exigen- en público. “Ahora que nadie me ve”, pensaba el hipócrita, “voy a pegar a mi perro”. “¿Para qué voy a pegar a mi perro si nadie me ve?”, se dice hoy el consumidor europeo. Y basta que aparezca una cámara para que nos pongamos a apalearlo sin piedad.
Pero es que ahora las cámaras están por todas partes.
Ay de los que no apaleen a su perro en público sino en privado, porque serán despreciados y hasta encarcelados.
Y ay -ay- de los que no apaleen nunca a su perro -y además quieran a sus vecinos y luchen a su lado por un espacio público no mercantil- porque entonces todos los periódicos, televisiones y ejércitos del mundo se alzarán contra ellos para exterminarlos.