La exigencia posfederal

Para el líder de ERC, el independentismo ha dejado de ser una utopía lejana y se ha convertido en una posibilidad real. Pero subraya que para que esta opción crezca en adhesiones es necesario explicar cómo debe ser el Estado catalán, en qué será diferente.

Con poco tiempo de diferencia, muchos de nuestros analistas políticos han pasado de situar la propuesta de una Catalunya independiente como una utopía lejana a verla como una posibilidad real. Para ser más exactos, el Estado libre de Catalunya es hoy una parte más del escenario político junto a la propuesta autonomista y la quimérica opción federalista. En poco tiempo hemos pasado a situar la independencia en la dimensión del realismo político y hemos visto cómo la opción federalista que propugnaba una parte del catalanismo perdía credibilidad.
No hace falta decir que para llegar hasta aquí han sido necesarios un gran esfuerzo y una acumulación de capital político muy importante que trasciende nuestra propia generación. Hay que mirar muy atrás y reconocer la labor de muchos catalanes que han hecho posible que hoy la República Catalana, lo que parecía un sueño dorado de Francesc Macià, sea una opción viable.

Méritos propios aparte, sin embargo, es el Estado español quien está acelerando el proceso exhibiendo su verdadero rostro: partidos políticos e instituciones de todo tipo, comenzando por el Gobierno del Estado y acabando con el último funcionario de Hacienda o de justicia, han llevado a muchos catalanes a mostrarse escépticos sobre cualquier encaje o propuesta federal, porque han comprobado que no hay nadie al otro lado del teléfono. O sea, en Madrid nadie está interesado en crear otro modelo de Estado, en cambiar el sistema político actual para acomodar la pluralidad, como dice un alto dirigente socialista español: «Son cosas de los catalanes y de algún mallorquín».
Ahora más que nunca se nos presenta una oportunidad para crecer en adhesiones y ampliar así el número de partidarios de la independencia. Por ello es muy importante explicar cómo será, cómo debe ser un Estado catalán. Me decía nuestra demógrafa de referencia, Anna Cabré: «No me digas que con la independencia tendremos más: más recursos, más kilómetros de ferrocarril, más centros de investigación… dime en qué será diferente».
La propuesta es sugerente, porque para llevar una parte importante del país hacia una mayoría social necesaria hay que comenzar a enseñar las cartas. Y muy concisa y modestamente me permito abrir, ahora y aquí, este debate, desde las páginas de este diario.
Sabemos el cómo, podemos comenzar a definir el quién. Pero toca ya, es inexcusable, hablar del qué. Y de entrada hay que decir que la independencia de Catalunya debe ser un instrumento para acceder a una democracia llena, a una sociedad más abierta y cohesionada, y definir las bases para ser protagonistas de los cambios globales en el ámbito económico, cultural y ambiental.
Vamos por pasos, pues cuando decimos que necesitamos una democracia plena nos referimos a construir de nueva planta una estructura institucional más simple, más descentralizada, con más criterios de eficiencia y meritocracia. Ser capaces de llevar a cabo una nueva ley electoral que priorice la participación con un sistema presidencialista, que lleve las listas abiertas a los municipios pequeños y medianos. Pero más democracia también quiere decir entender la libertad en la concepción republicana de Philip Pettit, como «no dominación».

Una Catalunya sin monopolios, ni privados ni públicos, donde la energía, las telecomunicaciones, el agua y el crédito estén al servicio de las personas y de las empresas. O sea, con competencia real y con una preponderancia del interés general fruto del papel normativo de los poderes públicos. Una democracia real que comporte un sistema judicial ágil, creado y sostenido en decisiones democráticas. Una sociedad abierta en la cual todo el mundo sea consciente de que no tiene que renunciar a ser lo que es, fruto de su origen, pero que tiene unos deberes con la comunidad nacional. Una sociedad acogedora que otorga derechos y exige deberes.
Devolución a la sociedad –asumiendo el papel preponderante de la sociedad que se organiza– y retirar o encoger el Estado y la Administración pública allí donde han invadido espacios en la sociedad.

Y un Estado catalán no debería tener que pedir permiso para poner en órbita un satélite y hacer una televisión y una radio para el mundo entero en nuestra lengua, ni para construir nuestra parte alícuota del eje ferroviario mediterráneo, ni para negociar directamente con el Estado francés la salida a Europa. Ni tantas otras decisiones o iniciativas que ahora nos están vetadas pero que cualquier estado del mundo emprende con total normalidad en función de su voluntad y capacidades.
Es preciso que empecemos a hacer este ejercicio, porque no es retórica imaginativa, todo lo contrario. Es hacer visible a muchos catalanes que además de posible es también deseable y necesario.
Y seguro que tendremos problemas, no nos lo pondrán fácil. El Estado y el sistema españoles tirarán del manual y amenazarán con la balanza comercial interior (como si no existiese un fenómeno llamado globalización), utilizarán como arma arrojadiza los fondos de reserva de la seguridad social, arremeterán con colapsarnos el sistema público e incluso con una imposible expulsión de la Unión Europea… Pero eso ya lo sabemos, o a lo sumo lo podemos intuir, pero difícilmente podremos evitar su reacción. De lo que se trata, sin embargo, es de saber qué haremos nosotros y qué grado de adhesión tiene nuestra causa, eso es lo que nos interesa de veras. Y sobre todo interesa a todos aquellos que podemos definir, como dice Ferran Requejo, como independentistas estratégicos, o sea, que saben que el Estado catalán reportará ventajas para sus ciudadanos, para todos, y por eso hacen de ello una causa pragmática.
El independentismo sustancial, aquellos que somos independentistas por convicción, crecerá más lentamente y de forma sostenida. Pero el crecimiento más importante vendrá de los primeros, los pragmáticos, a los que no les vale la épica ni la mística de la libertad, sino la simple ganancia, el beneficio y el avance social colectivo. Ahora que unos y otros hemos comprobado la pérdida, la mengua, el lastre que significa formar parte del Estado español, y la factura carísima que nos obliga a asumir, nos toca avistar nuevos horizontes, poner la proa al norte y avanzar con determinación. Nadie ha dicho que sea fácil pero si mayoritariamente lo queremos, lo lograremos.