Gracias a que nuestro cerebro tiene un gran volumen con respecto al peso corporal somos una especie de gran inteligencia. Pero tener un cerebro tan voluminoso no nos sale gratis. El 20% de la energía del organismo se emplea en mantener la actividad normal de nuestro órgano rector. Por supuesto, sin olvidar que dedicamos nada menos que los primeros siete años de nuestra vida al crecimiento y desarrollo del cerebro, mientras que otras partes del organismo esperan pacientemente su turno. El marcado estirón puberal que experimentamos durante la adolescencia (un proceso apenas esbozado en los simios antropoideos) permite una rápida recuperación del tamaño corporal propio de nuestra especie.
Si bien nuestro cerebro mantiene su vitalidad gracias sobre todo al necesario aporte de glucosa y oxígeno, también precisa de otros nutrientes para ser plenamente operativo y funcional. Alimentos esenciales como el triptófano, colina, hierro, fosfolípidos, vitamina B1 y B6 o el aceite omega 3 se encuentran en muchos de los alimentos que consumimos a diario. Todos estos nutrientes proceden de una alimentación diversificada que, técnicamente, se incluye dentro de una dieta omnívora. Esto nos lleva a recordar que nuestros antecesores del Plioceno fueron casi exclusivamente vegetarianos. Tan sólo hace 2,5 millones de años, los homininos nos vimos forzados a vivir en un medio diferente, en el que el alimento no era tan fácil de conseguir y tuvimos que cambiar la dieta. Afortunadamente, estábamos genéticamente preparados para ello.
“Lo que comemos”
En apenas medio millón de años el cerebro de los homininos aumentó un 60%. El secreto de este impresionante incremento del volumen cerebral debemos atribuirlo a la dificultad que supondría conseguir alimento en los bosques abiertos y sabanas del África Oriental y a la diversidad de la dieta. Todos los expertos en nutrición están de acuerdo en la frase “somos lo que comemos”, aunque en términos historicistas también deberíamos decir: “Somos así porque nos vimos obligados a cambiar el menú”.
Lo cierto es que no nos fue mal con el cambio. Tanto es así que nuestro cerebro siguió creciendo hasta multiplicar por cuatro el volumen de nuestros antecesores. Desde luego, pagamos una factura elevada por esta osadía evolutiva. La longitud de nuestro aparato digestivo ha disminuido, porque la dieta omnívora se digiere con más facilidad. En parte hemos compensado así el gasto energético de un cerebro tan caro de mantener. Sin embargo, seguimos necesitando una dieta equilibrada y abundante para la supervivencia. Y este es el gran dilema al que se enfrenta una especie que, siendo tan inteligente, no ha sido capaz de convencerse del peligro que supone el crecimiento demográfico descontrolado. La tecnología no permitirá la obtención ilimitada de alimentos.
José María Bermúdez De Castro. * Director del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana, Burgos