Placeres

Hay experiencias tan intensas que no tienen extensión. Hay emociones tan pegadas a nuestro pecho que no ocurren en ninguna parte. Puede decirse que es a eso a lo que todos, en Australia, en España y en China, llamamos “placer” y “dolor”; es decir, al hecho de no estar ni en Australia ni en España ni en China cuando nos estremecemos. No me duele la cabeza en el mundo sino en mi propia cabeza; no me duelen las muelas en la extensión de mi cuerpo sino en una especie de intimidad sin ventanas; no me duelen los riñones un martes de marzo sino en un presente puro, en una eternidad concreta. Lo mismo ocurre con el placer, cuyas intensidades más cortas suprimen también, mientras dura, todos los lazos con la tierra y con el tiempo. En su relación con el mundo, hay pocas diferencias entre sufrir y gozar: el placer es un dolor blanco, el dolor es un placer negro. El cólico nefrítico y el orgasmo niegan por igual el sol, los árboles, la botella sobre la mesa, nuestra genealogía y nuestra historia, la mano que nos atiende, incluso el cuerpo que tenemos entre los brazos. Ahora bien, el sufrimiento es un placer que nos expulsa, en el que no queremos quedarnos, que por ello mismo requiere al mismo tiempo una explicación y una salida y que busca abrirse camino, como las uñas de un topo, de vuelta al mundo del que ha sido arrancado. Si las revoluciones se hacen a partir del sufrimiento -el aguijón de la realidad clavado en el cuerpo, como decía Simone Weil- es precisamente porque el sufrimiento nos hace huir y porque de él sólo podemos huir hacia los otros y hacia fuera. Para bloquear ese regreso a la humanidad -de la migraña al pensamiento, del cólico a la revuelta- se han inventado los antidepresivos, la religión… y los placeres. La industria capitalista del entretenimiento disuelve el mundo común con mucha más eficacia que los somníferos y los confesionarios.

El placer es un dolor que nos retiene, un dolor en el que queremos instalarnos. Sin un empujón, nos quedaríamos en él para siempre. Los placeres más elementales son -claro- el sexo y la comida, contra cuya insociabilidad visceral se han inventado refinados procedimientos de cultura. El amor y sus manos cuidadosas, ¿no son dispositivos pensados para poner al otro al alcance de la mirada, tan lejos que podamos por primera vez tocarlo en lugar de comérnoslo? Y las maneras de mesa, la gastronomía, las comidas comunes, ¿no son invenciones concebidas para retenernos fuera de nuestras tripas, para que la boca que mastica tenga también que hablar, reconociendo así la existencia de los otros comensales? Lo contrario del amor es la guerra, con sus cuerpos crudos expuestos a la inmediatez ciega de los violadores; lo contrario del banquete platónico es la hambruna y sus digestiones rápidas, solitarias, desconfiadas. Lo que tienen de malo la prostitución y el fast-food, tan parecidos entre sí, es que niegan o anulan el mundo común; no ocurren en ninguna parte, no le ocurren a nadie, no establecen ninguna relación. ¿Será una casualidad que el capitalismo gaste todos los años mucho más en destruir relaciones -por no hablar de seres humanos concretos- que en crearlas? ¿Que la prostitución genere beneficios de 18.000 millones de euros sólo en España y se coma sin parar a 400.000 personas? ¿Que la compañía McDonalds tenga 60 millones de clientes al día en todo el mundo y venda todos los años 22.000 millones de dólares en comida-basura?

He dicho otras veces que la mayor o menor bondad de una sociedad particular se revela menos en los sufrimientos de sus víctimas que en los placeres de sus beneficiarios. La esencia del capitalismo se manifiesta, claro, en sus fábricas, sus campos de refugiados, sus muros fronterizos, sus prisiones; y se manifiesta igualmente -o aún más- en sus centros comerciales, sus parques de juegos, sus aeropuertos, sus programas de televisión, sus estadios deportivos. Del paro y el trabajo precario se huye, como siempre, hacia la religión y los psicofármacos, pero también hacia los placeres industriales que, con arreglo al modelo de la prostitución y el fast food, el capitalismo proporciona, en distinta escala y por distintas vías, a pobres y ricos por igual.

¿Habrá otro modelo? En 1956, poco antes de morir, Bertolt Brecht escribió un bellísimo poema titulado Vergnügungen, que algunos traducen como “placeres” y otros como “satisfacciones”. Me gusta más este último término, derivado del latín “satis” (bastante, suficiente), porque de entrada sitúa la mirada en los límites del mundo, fuera del cuerpo y sus intimidades infinitas. En Satisfacciones el poeta alemán ofrece una lista casi oriental de pequeños placeres conectivos (mirar por la ventana, nadar, rostros entusiasmados, el viejo libro vuelto a encontrar, la nieve, zapatos cómodos, la dialéctica) completamente incomprensibles -lengua muerta, extraña, tediosísima- para un cliente de McDonalds y Wal-Mart, un espectador de la Fox o un admirador de Fernando Alonso y Cristiano Ronaldo. De todas estas “satisfacciones” diminutas de la extensión hay dos ya casi extinguidas, como los dinosaurios y los bisontes, incompatibles con el orden del mercado capitalista y que desde un coche último modelo o desde Disneylandia nos parecen extravagantes y perversas, casi escandalosas: “comprender” y “ser amable”.

¿Por qué nos parece imposible hoy encontrar placer en “comprender” y “ser amables”? Porque, al contrario que la prostitución y el fast food, al contrario que el cólico y el orgasmo, el pensamiento y la amabilidad son dos formas distintas de reconocer la existencia del mundo. Los dos se comportan ante las cosas y ante los hombres como el náufrago ante los niños, a los que se debe ceder el paso al abandonar el barco que se va a pique. “Comprender” es un ejercicio de buena educación con el objeto: darle la palabra, dejarle pasar por delante de nosotros, cederle nuestro lugar en el asiento. El zoólogo, por así decirlo, deja hablar a los animales, el físico deja hablar al átomo, el filósofo deja hablar a los entes. Pero “ser amable”, al mismo tiempo, es una forma de (re)conocer a nuestro prójimo, de comprender su existencia como igual a la nuestra, de establecer rangos y jerarquías a contrapelo de las clases (la superioridad del viejito, del enfermo, del niño). Cada vez que digo “por favor”, que cedo el paso, que me muestro cariñoso o complaciente, que me detengo y dedico un minuto, arrancado al tiempo continuo de la digestión, a interesarme por mi vecino, estoy conociendo la fragilidad de los otros y declarando en voz alta la mía propia. Bajo el capitalismo, en Madrid, en Sidney y también -mucho me temo- en Pekín, una declaración de fragilidad es ya una invitación al desprecio y la agresión. En las grandes ciudades europeas, “amables” ya sólo lo son los que tienen algo que ocultar o algo que temer: los inmigrantes, cuya misma cortesía los pone a merced de todos los palos y todos los abusos.

El poema de Brecht acaba con este verso escueto: “ser amable”. Es también la condición implícita de toda sociedad justa, el primer artículo tácito de toda constitución política. El comunismo es el conjunto de procedimientos complejos -económicos, sociales, tecnológicos- que permiten estos placeres sencillos: el de abrir la ventana al levantarse y reconocer el mundo fuera; y el de abrir los ojos y reconocer con un gesto la superioridad de un niño, de un viejo, de un enfermo. Y los placeres -claro- de nadar, leer, oír música, contemplar las flores o la nieve, llevar zapatos cómodos y embelesarse en el rostro “entusiasmado” del amigo o del amado.

Publicado por La Calle del Medio-k argitaratua