Los efectos negativos de incrementar la centralización fiscal en la UE
En el prefacio a su obra, Hellas, que empieza con los versos “La gran época del mundo comienza de nuevo / Tornan los años dorados”, el poeta romántico Shelley escribió, ahora hace doscientos años, que “el griego moderno es el descendiente de aquellos seres tan gloriosos que la imaginación casi rechaza creer que hayan podido formar parte del género humano, de los que ha heredado buena parte de su sensibilidad, rapidez mental, entusiasmo y coraje”. Encendidos por la memoria de la polis democrática, recién reavivada por la Revolución Francesa, la generación de los románticos europeos de comienzos del siglo XIX se abocó a apoyar a los klephts griegos, mitad bandidos, mitad rebeldes, contra la ocupación del Imperio Otomano. Una muchedumbre de simpatizantes de la causa griega en Alemania, Francia y Gran Bretaña, muchos de ellos ex oficiales en las guerras napoleónicas, lo dejaron todo para luchar contra el ejército turco y para instruir a los rebeldes griegos en la estrategia militar de unidades regulares y guerra sistemática que imperaba en Europa y, que de hecho, habían usado los soldados hoplitas de la Grecia antigua.
Su fracaso fue, sin embargo, absoluto. Los rebeldes (o bandidos) griegos rechazaron las tácticas modernas que les ofrecieron. Su forma de guerrear (también de una gran antigüedad, ya que parece que Alejandro Magno ya se lo había encontrado en Anatolia) consistía en construir pequeños muros en los lugares donde era más probable encontrar al enemigo, provocarlo con todo tipo de gritos y escarnios, y, cuando el enemigo se acercaba, huir montaña arriba. Los bandidos griegos vivían para luchar el día siguiente y no para ganar la guerra. Y cuando los europeos filohelenistas insistían en la necesidad de afrontar a los turcos para vencerlos de manera decisiva, los griegos respondían que, si hacían eso, acabarían todos muertos, y Grecia, definitivamente vencida. Para los rebeldes griegos lo importante era controlar su parcela de poder, vengar sus disputas familiares, acumular el dinero recogido por medio de todo tipo de engaños y extorsiones, cambiar de partido si se requería, y, al fin y al cabo, simplemente salvar la piel hasta el día siguiente. Por eso, Lord Byron, otro romántico famoso, acabó escribiendo: “Para Grecia, lágrimas / para los griegos, vergüenza”.
A veces parece como si la Unión Europea se nutriera, de una forma directa, del entusiasmo romántico de Shelley y Byron. A pesar de que su valor geopolítico o estratégico es bajo, Europa admitió a Grecia dentro del euro en 2001 (dos años después de la puesta en marcha de la moneda única), cuando la deuda pública de aquel país ya superaba el 100 por 100 del PIB, es decir, cuando se encontraba unos cuarenta puntos por encima del límite impuesto en el Tratado de Maastricht. Detrás de aquella decisión estrictamente política estaba la culminación del sueño de un continente europeo plenamente integrado, desde Escocia y Tallin hasta Creta y el Algarve, sólo diez años después de la caída del Muro de Berlín. Existía la funesta teoría de la bicicleta: la de una Europa que cae si no pedalea continuamente. Y estaba también la convicción de que la Unión Europea era suficientemente potente y atractiva para disciplinar incluso a los países miembros más latinos o desordenados. Esta última apuesta fue una clara imprudencia. Ocho años después, Grecia tiene, si tenemos que creer unas cifras hasta hace poco maquilladas, una deuda pública del 112 por ciento del PIB y un déficit público del 12,7% del PIB. El gobierno de Atenas ha podido colocar su ultimísima emisión de bonos públicos, con la ayuda, en principio sólo verbal, de Alemania y Francia. Pero nadie nos asegura que pueda encontrar los fondos necesarios para hacer frente a los pagos de la deuda que se acercan en estos próximos meses.
Ante la crisis griega, muchas voces piden centralizar la política económica europea todavía más, trasladando a manos de la Comisión Europea (o del Parlamento, tanto da) una parte importante de la política fiscal y de la deuda pública. Estas voces me sorprenden, sobre todo cuando proceden de Cataluña. Cuando hay una crisis fiscal en el Estado español, todos sabemos que lo primero que hace el gobierno central (y, en general, los medios informativos amigos y enemigos en Madrid) es insistir en consolidar la capacidad de gasto de los gobiernos regionales españoles para liquidar el déficit público. Promover la autonomía fiscal en casa y no en el extranjero es, como mínimo, inconsistente.
Una mayor centralización fiscal sería, además, errónea por dos motivos. En el ámbito económico, dejaría sin capacidad de respuesta a los gobiernos de los Estados miembros. Con una moneda única, los gobiernos sólo pueden paliar la crisis mediante una política fiscal expansiva. Y, por lo tanto, pasar estas decisiones a Bruselas exageraría las recesiones económicas. En el ámbito político, centralizar pondría en peligro la Unión. Desde hace unos años, hay una escisión creciente entre la clase política europea y sus votantes, por lo menos en el núcleo duro (el centro y el norte) de Europa, con respecto a la dirección de la Unión. Los referéndums sobre el Tratado de Lisboa y las encuestas que se hacen muestran un electorado contrario a profundizar y ampliar la Unión. Cuando uno mira sesenta años hacia atrás, se da cuenta de que la construcción de Europa es un pequeño milagro que es menester no poner en peligro. Centralizar más equivaldría a desestabilizar los compromisos y las transacciones que apoyan un edificio europeo bastante delicado. Y esto no se puede permitir.
Ante la crisis griega, muchos plantean la posibilidad de que una quiebra de Grecia arrastre, en un movimiento de contagio, a otros países, como por ejemplo Portugal y España, este último bastante grande como para colapsar el euro y la Unión. Es cierto que los bancos alemanes y franceses han invertido considerablemente en la deuda griega y en otros sectores de la economía griega. (También lo han hecho en la economía española.) Pero hace falta no confundir la postura de las grandes entidades financieras europeas, que puede exigir una cierta intervención de sus propios Estados, con el paso, políticamente peligroso, de hacer pagar a todos los europeos la mala gestión económica del Estado griego. En los Estados Unidos, California e Illinois se encuentran en una situación fiscal muy delicada. Aun así, nadie plantea que el gobierno federal los rescate directamente ni que esos Estados, por el hecho de ser insolventes fiscalmente, tengan que salir del dólar. Al contrario, el consenso es que son ellos mismos los que han llevado años de ineficacia presupuestaria, incluso si eso les puede llevar a una quiebra transitoria.
Noticia publicada en el diario AVUI, página 16. Martes, 16 de marzo del 2010