Si buceamos en las hemerotecas de finales de los 70 nos toparemos con más de un artículo de José Javier Uranga Ollarra, antiguo director del Diario de Navarra, afirmando eso de que “Navarra es crisol de Euskalerria, pero nunca pertenecerá a Euzkadi”. Eso era antes de que, en agosto de 1980, ETA lo convirtiera en un mártir del navarrismo, hiriéndolo gravemente en un atentado que buscaba acabar con su vida. Antes de Uranga, la Navarra conservadora de la que formaban parte gente como Iribarren, Baleztena, Idoate o Garcilaso no tenía ningún reparo en referirse a Euskalerria -así, en grafía antigua- como algo de lo que innegablemente formaba parte lo que hoy llamamos Comunidad Foral. No digamos la Navarra ilustrada y liberal de un Julio Caro Baroja o de su tío Pío. En un ejercicio de honestidad, deberíamos analizar qué es lo que ha ocurrido aquí en estos 30 años para que a un concepto neutro en el que históricamente nos hemos encontrado abertzales y no abertzales se le haya declarado la guerra hasta el punto de encontrarse en fase de proscripción, sobre todo en lo que se refiere a este territorio. Por lo demás, UPN y el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco pueden decir misa en gregoriano. La norma número 139 de Euskaltzaindia define lo que es Euskal Herria: “Utilícese para referirse al conjunto de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa, Lapurdi, Navarra (Alta y Baja) y Zuberoa”. La Real Academia de la Lengua Vasca no ha hecho más que validar un término y un concepto cuyos primeros testimonios escritos se remontan al siglo XVI, 300 años antes de que a Sabino Arana le salieran los primeros pelos de la barba. Políticos y jueces podrán obligar quizás a que la palabra en cuestión se retire de curriculums y libros de texto, pero Euskal Herria no dejará de existir por ello, porque sigue existiendo la realidad lingüística y cultural a la que da nombre. Una sentencia obligó a Galileo a decir que la Tierra no se movía, pero la Tierra seguía moviéndose.