La Conferencia sobre Cambio Climático de Copenhague fue un desastre absoluto para la Unión Europea. En lugar de que la UE ocupara el centro de la escena, tal como suponían sus líderes, los actores clave fueron Estados Unidos, Brasil, Sudáfrica, India y China. De hecho, cuando se alcanzó el acuerdo, la UE ni siquiera estaba presente en la sala. Copenhague expuso la desaparición de Europa no sólo como potencia global, sino incluso como árbitro global.
¿Qué le queda, entonces, a la UE? Mientras su “poder duro” retrocede, su “poder blando”, como quedó ilustrado en la cumbre de Copenhague, parece ser muy débil. Esto, en parte, surge del hecho de que no se le diera poder político a la UE.
El Tratado de Lisboa fue un acuerdo constitucional mutuo que de todas maneras le daría a la UE mayor peso y autoridad precisamente para ocasiones como la cumbre de Copenhague, cuando se abordan cuestiones globales. Si bien múltiples actores europeos en la escena mundial estaban más que justificados en los viejos tiempos, ya no es el caso. Con China, India, Estados Unidos, Indonesia, Brasil y otros actores globales importantes que hablan con una única voz, Europa ya no podría permitirse una cacofonía de voces.
Pero en Copenhague, la estructura establecida por el Tratado de Lisboa fracasó. ¿Alguien podría recordar lo que dijo allí el nuevo presidente de la UE? Por cierto, ¿alguien puede llegar a recordar su nombre? (Es Herman von Rumpoy, en caso de que estuvieran tratando de acordarse).
Más allá del fracaso de Copenhague, la UE tiene otros problemas. Tiende a ser percibida globalmente como altanera, petulante y remilgada. Su actitud de sabelotodo resulta crispante casi en todas partes. Con sólo el 7% de la población mundial (que además mengua rápidamente), y al estar conformada principalmente por economías postindustriales de bajo crecimiento, a la UE cada vez más se la ve como marginal. Los europeos no toman conciencia del poco interés que despiertan los “asuntos europeos” en Seúl, Sydney, San Pablo o San Francisco. Existe un creciente consenso global generalizado de que Europa es una vieja gloria pomposa.
Existen muchas razones para explicar la caída de la EU de su posición y su prestigio global, una de las cuales es que la Unión se ha convertido en una ciudadela distante y burocrática. Esto es desafortunado porque, a pesar de sus problemas, es verdad que la UE tiene mucho que ofrecer. Pero la perspectiva de un renacimiento europeo parece escasa. La UE seguirá cayendo y cada vez quedará más marginada si no logra encontrar el espíritu o la estructura para ajustarse a las profundas transformaciones y desafíos del siglo XXI.
Existe algo, sin embargo, que podría hacer renacer a la UE, brindarle una respetabilidad global mucho mayor y convertirla en un lugar “interesante”, al mismo tiempo que le aseguraría un retorno al primer plano internacional: el ingreso de Turquía como un miembro pleno.
El debate sobre si Turquía es europea o no es absurdo. Es imposible borrar de un plumazo a Turquía de la historia europea. Además de ser una parte integral de Europa, el hecho de que Turquía, con su población joven y dinámica, se convierta en miembro de la UE ofrecería un gran estímulo para el perfil demográfico envejecido de Europa.
En un mundo altamente complejo y diverso, la EU se destaca por su homogeneidad. Si bien la UE se congratula de su diversidad, en realidad es una de las regiones menos diversas del mundo. Existe más diversidad étnica en, digamos, Malasia que en toda la UE. La ASEAN en su totalidad, con una población de 580 millones de personas, no es significativamente mayor que la UE (con 500 millones de habitantes); sin embargo, comprende un grado infinitamente mayor de diversidad étnica, lingüística, cultural y religiosa.
Si Turquía pasa a ser uno de sus miembros, la UE ganaría legitimidad como una región mundial más “normal”. Al admitir a Turquía, con la quinta población musulmana más grande del mundo (después de Indonesia, Pakistán, Bangladesh e India), la UE estaría en condiciones de establecer vínculos estrechos con los 1.800 millones de musulmanes del mundo, y podría convertirse en una voz creíble en materia de reforma dentro del mundo islámico. Que Turquía pasara a ser miembro de la Unión también facilitaría enormemente la asimilación de las propias minorías musulmanas de la UE.
El letargo y la creciente irrelevancia de la UE en los asuntos públicos globales le deben mucho al atavismo político eurocéntrico. Un potencial beneficio de la debacle de Copenhague podría ser que obliga a la Unión a abrir los ojos al nuevo mundo del siglo XXI.
Una UE con Turquía como uno de sus miembros estaría mucho mejor posicionada para enfrentar los desafíos actuales que una UE sin Turquía. Pero, desafortunadamente, Turquía, al igual que gran parte del resto del mundo, está más bien desconectada de la UE. De hecho, ahora es la Unión la que tendría que seducir al pueblo turco, y no al revés.
Esa seducción debería empezar este año, con una agenda que establezca el proceso y los plazos para la incorporación, seguida por un Tratado entre la UE y Turquía que confirme el acceso del país para 2020.
Copyright: Project Syndicate, 2010.
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Traducción de Claudia Martínez
Jean-Pierre Lehmann is Professor of International Political Economy and Founding Director of the Evian Group at IMD Business School.