Ficción y realidad políticas

Me confieso un reciente converso  a la serie televisiva The west wing -El ala oeste de la Casa Blanca- que no he conocido hasta hace relativamente poco. Del tiempo que dedico a la televisión, en estos momentos, casi todo se concentra en intentar avanzar capítulos y temporadas de la manera más veloz posible. Siendo el último en llegar, no voy a ser yo quien vaya a descubrirles la inteligencia política de esta serie norteamericana creada por Aaron Sorkin, repetidamente premiada mientras se emitió desde 1999 y hasta el 2006, aunque sí voy a decir que es uno de los mejores elogios que desde la televisión pudiera haberse hecho a la política. Desde los mordaces capítulos que en su momento nos sirvió TV3 de Sí, ministre y luego Sí, primer ministre, que nos invitaban a un sano ejercicio de escepticismo a través del desvelamiento del poder de los altos funcionarios -donde los haya, claro- por encima de los políticos, no había visto nada que pudiera despertar tantas vocaciones políticas ni someter al televidente a un baño de cultura política democrática semejante.

Pues bien, en uno de los capítulos del final de la segunda temporada se puede oír la siguiente frase: “El pueblo dejó de confiar en el Gobierno porque el Gobierno dejó de confiar en él”. Una frase justa y exacta que nos acerca al gran reto de la desafección política con el que pronto nos enfrentaremos en las cada día más cercanas elecciones nacionales catalanas -si el Tribunal Constitucional no dicta antes lo contrario- al Parlament. Se trata de una idea que podría extenderse al conjunto de la política y, particularmente, a la acción de los partidos políticos y no solo del gobierno. En Catalunya se ha dejado de confiar en la política -gobierno y partidos- en la medida que estos dejaron de confiar en los ciudadanos. Y para muestra, los inútiles intentos de acordar las grandes leyes que deberían establecer la reglas del propio juego democrático -la ley electoral- y de la organización de la administración territorial -la ley de la organización veguerial- y que, para justificarlo, se ha oído aquello de “tampoco estamos tan mal”.

El caso de la ley electoral me parece especialmente ejemplar. Los partidos siguen proponiendo distintos modelos de sistema electoral no en función del que debiera ser su objetivo general de mayor representatividad, proximidad y control por parte del ciudadano, sino del cálculo que hacen sobre cuál de ellos va a resultarles más ventajoso. Lo más surrealista del caso es que para sus cálculos recurren a los resultados obtenidos por el sistema antiguo, como si el nuevo modelo no fuera a producir otra cosa que un reparto distinto de lo que ya suelen conseguir habitualmente. Precisamente, uno de los objetivos para abandonar el sistema actual es el de conseguir una mayor visibilidad de los candidatos, ahora prácticamente desaparecidos bajo el cabeza de lista y aspirante a la presidencia. Si el modelo funcionara, las listas de los partidos deberían ser muy distintas de las actuales hasta conseguir perfiles de políticos mejores y más cercanos. Y, si todo funcionara según lo previsto, el ciudadano podría tomar más informadas y mejores decisiones. Es decir, en algunos casos, decisiones distintas a las actuales. De esta manera, ya no se trataría de repartir los mismos votos en proporciones distintas, sino que quedaría abierta la posibilidad de resultados diferentes a los actuales, y en cualquier caso, más fieles a la voluntad política del ciudadano.

La cuestión de fondo es la siguiente: ¿por qué no se ponen de acuerdo en un nuevo sistema? Muy sencillo: porque no confían en el ciudadano, porque tampoco confían en su propia capacidad para competir en un cuerpo a cuerpo más directo y sin la mediación de un marketing electoral bien controlado desde el centro y porque, en definitiva, confían bien poco en que una mayor radicalidad democrática les pueda reportar ningún beneficio partidista. Con siete años de tripartito, habrá quedado definitivamente claro que las grandes leyes que nunca pudieron sacar adelante los gobiernos de CiU, no fue por incapacidad de aquellos, sino por la escasa confianza de todos ellos en las decisiones electorales de los catalanes. No les importa saber qué queremos con más exactitud que la actual si esto fuera a cambiar el statu quo vigente.

Esta pérdida de confianza en el pueblo también explica las dificultades de las administraciones de rango superior para tratar de manera decente a las de rango inferior y, de manera muy concreta, a las administraciones municipales. Se ha visto en los casos recientes de Vic y Ascó, en los que en lugar de atender a las razones de las autoridades locales que conocen de cerca las demandas sociales más directas -en ambos casos, había mayorías transversales en las decisiones tomadas-, se prefirió escuchar la fuerza de otras voces organizadas que, aunque legítimas, no tienen la representatividad democrática de las primeras, pero sí pueden complicar los cálculos electorales hechos desde las direcciones centrales de los partidos. Una vez más, falla la confianza en la expresión más cercana a la voluntad popular y crece la desconfianza del pueblo hacia quien no confía en él.

Vamos a tener ante nuestras narices unas elecciones que van a ser de infarto, y lo peor que podría pasar es que acabáramos prefiriendo ver una buena serie de ficción política en la pantalla de televisión que una mala campaña electoral en la calle. Confío en que, por lo menos, no se adelanten las elecciones y pueda tener vistas ya las siete temporadas completas de The west wing.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua