Con Eric Rohmer se va uno de los representantes más eminentes de una raza en extinción: la del cineasta de acción y reflexión. Como casi todos sus compañeros de la nouvelle vague, como casi ningún realizador contemporáneo, el autor de El signo de Leo, de Mi noche con Maud, de El rayo verde, de los Cuentos de las cuatro estaciones, era capaz de hacer cine, de pensar el cine y de propiciar a que ambas instancias se retroalimentaran, en un ida y vuelta de apabullante consistencia. A diferencia de lo que sucede hoy en día, en que los directores de cine conceden entrevistas como peones de un tablero diseñado por los expertos de marketing, cuando Rohmer se sentaba frente a un reportero enriquecía su cine. Lo repensaba, lo reelaboraba, ensayaba otros caminos para analizarlo, abría nuevos ángulos para entenderlo.
En suma, aquel que de joven, cuando todavía ni se le había ocurrido hacer cine, se acercó al cine como crítico, de viejo, siendo ya un cineasta consumado, siguió comportándose como tal. Lo único que varió durante ese medio siglo largo fue el objeto de su pensamiento. Si en los comienzos puso la lupa sobre el cine de los otros, desde que se dedicó enteramente a practicarlo la reorientó sobre el cine propio. Todo eso mientras producía uno de los cuerpos de obra más vastos, consistentes e irreductibles del cine contemporáneo. No habría más que ver cualquier ejemplo, tomado de cualquiera de las series en las que este cineasta ultraprogramático organizó su obra (la de los Cuentos morales, dos cortos y cuatro largometrajes realizados entre 1962 y 1972; las seis Comedias y proverbios, entre 1980 y 1987; los Cuentos de las cuatro estaciones, desde 1990 hasta 1998) para verificarlo.
Nombre falso
Síntoma de su preferencia por las pistas falsas, de cierta coquetería intelectual o de sus estrategias de sobrevivencia como hombre privado, Eric Rohmer no se llamaba Eric Rohmer. Eso se sabe. Lo que no se sabe es qué edad tenía. Algunas veces dijo haber nacido el 4 de abril de 1923. Otras, el 21 de marzo de 1920. Y si no, la combinación de ambas: el 4 de abril de 1920. Esa es la fecha que figura en la mayoría de las enciclopedias (incluida Wikipedia), así como en la base de datos www.imdb.com.
Eric Rohmer murió el 11 de enero de
No le disgustaban los laberintos a Rohmer (Eric): por más que todas sus películas luzcan lógicas, transparentes y cartesianas, en los recorridos de los personajes puede detectarse una geometría complicada. Geometría que la cuasi final Triple agente, atípico film de espías (2004), llevó de lo latente a lo manifiesto.
Viejo nuevaolero
En cuanto al motivo del cambio de nombre, las hipótesis también varían. Están los que aseguran que lo hizo para no quedar “pegado” al hermano, militante de izquierda y homosexual confeso, en tiempos en que no se usaba confesar esas cosas (y menos aceptarlas, como parece haber sido el caso del propio Eric/Maurice). Otros creen que el nom-de-guerre habría sido para que a la conservadora madre no le diera un patatús, al enterarse de que aquel al que educó para profesor de literatura se había hecho amante del cine, esa vergüenza.
Pero los primeros síntomas de esa enfermedad no hablaban precisamente de un loco por los astros. El cine, arte del espacio, es el nombre de su primer, largo, sesudo e influyente ensayo, publicado, en junio de 1948, en la fundacional revista
Un año más tarde, en 1959 –el mismo de Los cuatrocientos golpes, de Sin aliento, de Hiroshima mon amour, de Los primos, de París nos pertenece–, Rohmer filmaba su primer largo, El signo de Leo, que junto con las películas mencionadas dio inicio a algo que pronto recibiría por nombre nueva ola, desde entonces jalón definitivo de la modernidad en cine. Curiosamente, Rohmer siempre fue considerado un conservador, tanto en sentido político como artístico. Ver, en relación con el primer aspecto, La dama y el duque (2001), donde narra
Prosista moderno
La acusación de conservadurismo artístico –esgrimida sobre todo en ocasión de su “destitución” cahierista, a manos de Jacques Rivette– se presta a más discusiones. En una famosa polémica librada a comienzos de los ’60 con Pier Paolo Pasolini, Rohmer combatió el llamado “cine de poesía”, al cual opuso su opción por un “cine de prosa”. Por otra parte, solía preferir la literatura antigua a la contemporánea, el cine clásico a las vanguardias, el Hollywood de los ’50 a los nuevos cines de los ’60. El realismo, sobre todo, a cualquier forma de manierismo, esteticismo, estilismo demasiado evidente. Dar un rápido pantallazo sobre el cine contemporáneo es comprobar hasta qué punto ese cine de prosa sencilla y rigurosa fue derrotado por un cine de (falsa) poesía.
Para decirlo de otro modo, la derrota de la modernidad cinematográfica (de la que Rohmer fue paradigma, como todos sus camaradas de ola) a manos de la posmodernidad. Modernidad que, en Rohmer, se expresaba bajo la forma de una tensión entre lo real-contemporáneo (lugares, ciudades, regiones enteras de Francia) y construcciones ficcionales de matemático rigor, heredado de su propia formación literaria y sostenido sobre una red de relaciones, simetrías, contraposiciones entre sus personajes. “Sus personajes se la pasan hablando” fue uno de los reproches básicos que siempre se le hicieron a Rohmer, sin advertir que lo que definía a esas articuladísimas criaturas no era lo que le decían sino el juego de sobreposiciones entre lo que decían y sentían o hacían.
Series y desvíos
La serie de los Cuentos morales recibe el nombre de su estructura, que gira alrededor de la duda del héroe, entre un destino amoroso socialmente aceptado (el matrimonio, la familia, la monogamia) y el deseo, disparado por la aparición de una bella (la seductora playera de La coleccionista, la increíble Françoise Fabian de Mi noche con Maud, la chica o articulación del título en La rodilla de Clara). Como su nombre lo indica, las Comedias y proverbios son de tono más ligero, en buena medida gracias al cambio de sexo: ya no se trata aquí de héroes sino de heroínas. Antes que férreas opciones morales, lo que se presenta es una amplia gama de opciones, traiciones, negociaciones amorosas: La mujer del aviador, Paulina en la playa, El rayo verde. En los Cuentos de las cuatro estaciones, finalmente, héroes o heroínas se ven determinados por el factor estacional que el título señala, sumado a la estrecha relación que todo personaje rohmeriano suele establecer con climas, zonas y lugares.
Entre una serie y otra, Rohmer practicó descansos, interrupciones o desvíos. Algunos, ligeros como recreos: Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle (filmada en 1986, en medio de las Comedias y proverbios), El árbol, el alcalde y la mediateca (1993) y Les rendez-vous de Paris (1995), estas últimas en las pausas de los Cuentos de las cuatro estaciones. Las otras “interrupciones” de ese flujo constante fueron films de época que, en oposición a los aéreos exteriores rohmerianos, hacían sentir el peso de unos interiores de encierro. Entre los Cuentos morales y las Comedias y proverbios, La marquesa de O (1976) y Percival el galo (1978). Finalmente, las tres que cierran la carrera de Rohmer, que en su última etapa puso fin a todo proyecto serial: La dama y el duque (2001), Triple agente (2004) y la última, poco y mal conocida, Los amores de Astrea y Celadón (2007).
¿Deja descendencia Rohmer? Esparcida, aquí y allá. El coreano Hong Sang-soo es un heredero. El Richard Linklater de Antes del amanecer y Antes del atardecer, otro, tal vez más literal que profundo. Algún cineasta español: el catalán Marc Recha, sobre todo. Entre nosotros, sin duda, las dos películas de Celina Murga hasta la fecha: Ana y los otros y Una semana solos. Las de Matías Piñeyro (El hombre robado y Todos mienten) por el lado más intrigante, el de los lazos y cruces ocultos entre los personajes. La recién estrenada