Con pocas excepciones, la sociedad catalana ha ido abandonando la anticlericalismo. Esta corriente de pensamiento, de una muy arraigada tradición, incluso había llegado a hacer mella dentro de la misma Iglesia católica local. Pienso en aquellos “cristianos sin Iglesia” que con Joan Estruch habíamos calificado en este mismo diario –¡ahora hace treinta y dos años!– como “iglesia kamikaze”. Mi impresión –hablo sólo de impresiones– es que no se trata de una superación por la vía intelectual y reflexiva ni por la maduración de un conflicto que, nacido mucho antes, había encontrado nuevos argumentos en el curso de
Esta superación ha permitido que, en general, se hayan ido arrinconando aquellas decisiones ridículas que habían censurado los cantos de Navidad en las escuelas o eso de hacer el belén, no fuera el caso de que se pusiera en entredicho el principio sagrado –ved qué paradojas– de la laicidad del espacio público. Ahora ya se entiende cómo se puede cantar el Fum,fum,fum sin que nadie sospeche que hacemos ninguna profesión de fe, del mismo modo que se pueden escuchar espirituales negros nacidos en la esclavitud aun tomando un whisky en una local de jazz o que una entidad financiera puede patrocinar el canto navideño del Mesias sin el escrúpulo de si su actividad creditícia se adecúa a los principios evangélicos o no. Todo esto –villancicos, belenes, espirituales negros o El Mesias– ya forma parte de la cultura popular y se ha desprendido de las creencias particulares en qué nacieron. Ya son tan patrimonio cultural de la humanidad cono lo son las divinidades griegas clásicas o las fiestas de Carnaval y Halloween. Y se pueden practicar del mismo modo que se puede adorar la música de The Beatles sin tener que comulgar con el espíritu de su época. Para decirlo de alguna manera, precisamente funcionan bien y se universalitzen tras haber desactivado su carga explosiva.
En cambio, todo hace pensar que no estamos mucho demasiado provistos de ideas ni muy entrenados en actitudes para tratar con las nuevas formas de expresión religiosa que, aunque nadie se debe ofender, llamaría invasivas. Precisamente porque –¿todavía?– no están incorporadas como cultura popular propia, porque todavía no están desactivadas desde el punto de vista de la creencia, su manifestación sí que señala una exclusividad excluyente. No querría frivolizar, pero hay una gran diferencia entre hacer de Virgen María o de san José en un belén viviente, trabajo para el cual nadie exige que se sea católico practicante, o quererse disfrazar públicamente de budista, de imam o de sikh en un acto público, porque ya la tendríamos montada. La misma administración pública, incluso la de izquierdas, no tiene ningún inconveniente en pagar parte de los gastos de la celebración de una Navidad laica. Pero, ¿tendría algún sentido subvencionar un Ramadán laico? Si
Este hecho, es decir, que las tradiciones de origen religioso estén desactivadas o no, explica que creen resistencias o no. Es el caso de las indumentarias como las burkas o los nihabs, que no son entendidas, con razón, como la expresión de un gusto exótico de vestimenta personal, sino como la introducción en el espacio público de un sistema de creencias que se impone jerárquicamente por encima de la estética socialmente hegemónica. O esta es la diferencia entre un campanario y un minarete, tan parecidos y tan diferentes a la vez. Y es el caso de la reciente procesión de la comunidad sikh en Santa Coloma de Gramenet, que, a pesar de los paralelismos coloristas, no se puede considerar una cabalgata de Reyes anticipada. Ante todo esto, es curioso ver como reacciona
No hace falta que diga que todo ello hace las delicias de cualquier sociólogo de la religión, una especialidad –¡quién lo había de decir hace treinta años!– en franca expansión en todo Europa y aquí mismo. Saber como tratar la exigencia de respecto a las fiestas de precepto religioso, cuando aquí a ningún empleado católico del Corte Inglés ya hace años que no se le ocurriría decir que la religión no le deja trabajar en domingo, es un tipo de asunto que empieza a llenar las agendas políticas de nuestros gobiernos. Analizar el silencio de los viejos anticlericales, generalmente gente de ideología progresista, en relación con los nuevos clericalismos de religiones hasta ahora extranjeras y que hacen entrar por la puerta de delante lo que, con el tiempo, se había expulsado por la puerta trasera, ya podría ser tema de tesis de doctorado. Estudiar los procesos de socialización religiosa de los hijos de estas primeras generaciones de creyentes desarraigados, particularmente en un contexto tan extraordinariamente secularizado como el catalán, tendría que ocupar –de hecho, ya ocupa– los núcleos de investigación académica del país.
Sensacionales, estos tiempos que vivimos, sobre todo si sabemos adoptar una actitud más curiosa que asustada, más confiada que recelosa, más crítica que políticamente correcta. ¡Si no me hubieran tocado estos tiempos, habría pagado para vivirlos!