Si una maniobra de última hora no lo remedia -cosa que por otra parte sería muy razonable que ocurriera-, el balance político previsto para este año no se podrá cerrar a falta de la tan temida sentencia del Tribunal Constitucional (TC). A principios de año di por supuesto que tanto el acuerdo de financiación como la sentencia cerrarían en el 2009 el círculo infernal abierto con el proceso de reforma del Estatut. En aquel momento creía que al acabar definitivamente el ciclo, quedaría en evidencia el fracaso de la apuesta estatutaria y que el espacio político catalán se radicalizaría en el sentido de que todos los partidos tendrían menos margen para la ambigüedad y sus posiciones serían más claras. O se acataba el modelo estatutario como horizonte aceptable para los próximos veinticinco años o se imaginaban nuevos desafíos que exigirían algún tipo de ruptura con el orden constitucional establecido, alternativas que en cualquier caso darían poco margen para las medias tintas. Pero la falta de sentencia del TC y la esperanza de los partidos y de la sociedad políticamente biempensante de poder neutralizar un fallo claramente restrictivo con todo tipo de presiones y amenazas, podía hacer pensar que el país seguiría sumergido en la ambigüedad que yo daba por terminada.
Sin embargo, y paradójicamente, la larga espera de dicha sentencia ha acabado por acelerar los cambios de escenario llevándolos más allá de lo que incluso yo esperaba. El sorprendente editorial conjunto de la prensa catalana fue el aviso moderado pero firme e inapelable de lo que estaba ocurriendo en Catalunya. Y las improvisadas consultas populares para la independencia, con unos resultados de una fuerza innegable, han sido la señal de que el espectáculo daba comienzo sin esperar a una sentencia que, sea cual sea, va a nacer devaluada y a la que quizás ya no valga la pena ni dedicar el gesto de una manifestación en contra. Buena parte del país ya ha pasado página y espera del futuro algo más que una resolución jurídica sobre la constitucionalidad de media docena de artículos de un estatuto de mínimos. Incluso el president Montilla ha afirmado solemnemente que Catalunya es una nación diga lo que diga el TC, y esta es una toma de posición nada trivial porque también apunta implícitamente a la superación fáctica de la legalidad vigente. Si alguien creía que dilatando en el tiempo todos los debates pendientes -financiación y sentencia, pero también aeropuerto y cercanías, etcétera- se iba a desinflar la tensión por cansancio, se ha equivocado. Lo que se ha conseguido es que una parte significativa de la población catalana con opinión política ya no espere gran cosa de tales discusiones y prefiera apostar por nuevos caminos, aun sabiendo que no son atajos fáciles y cortos, sino largas sendas inexploradas.
Lo más interesante, pero también lo que más debería preocupar de la situación actual, es que mientras la realidad política catalana ha empezado a andar por su cuenta, los partidos insisten simular que todo sigue más o menos igual. Ven que la realidad se les escapa de las manos y intentan remediarlo con conjuros y exorcismos, como si negando la evidencia, o menospreciándola, la pudieran controlar. Que quien gobierna con el 17% de los votos del censo pueda decir que un 25% o un 40% de votos -según la zona- a favor de la independencia en un censo bastante mayor y conseguido en unas condiciones francamente adversas no significa nada, es de risa. O bien que, quien salió en su momento a pactar los últimos recortes estatutarios, particularmente en algunos aspectos económicos fundamentales, diga que la próxima estación no es la independencia sino el concierto económico, no es otra cosa que una huida hacia delante para ocultar una situación de absoluto desconcierto e incerteza respecto del propio electorado. De manera que, por una parte, el país se mueve sin un liderazgo claro y sin un tener bien señalado el camino, a menudo quedando -hay que reconocerlo- en manos de aventureros salvapatrias. Mientras, por otra, los partidos mayoritarios se dedican a negar la evidencia, imaginando que con un mayor control de los mecanismos de propaganda tendrán bastante para que las aguas vuelvan a su cauce. Quizás otras veces lo han conseguido, pero no será este el caso.
De manera que el próximo año se presenta políticamente apasionante para Catalunya. Las elecciones van a suponer, esta vez sí, un examen final sobre el ciclo de reforma estatutaria a la vista ya de sus pobres resultados. Además, van a poner a prueba a los partidos actuales en relación con su capacidad para leer los signos de los nuevos tiempos: la ambigüedad va a restar y no sumará como hasta ahora. El problema ya no será la desafección -aumentará la participación-, sino la crisis de liderazgo en las grandes formaciones. Por primera vez, los partidos unionistas o los que quieran aplazar el debate sobre la independencia deberán dar explicaciones convincentes y no va a valer el recurso al miedo. También habrá nuevas ofertas electorales que desestabilizarán las viejas alianzas. En el plano social, el eje derechas-izquierdas va a tener menos sentido que nunca, y va a ser sustituido por un debate realista sobre cómo salir de la crisis. Y se habrá acabado la política del anar tirant y el elector exigirá nuevos horizontes. El año 2010 va a ser el primero de un nuevo ciclo político marcado por una nueva y gran ambición nacional. Y el partido que no lo sepa ver perderá la oportunidad de participar en ella. Esos son mis augurios para un muy feliz 2010.