He tenido el privilegio de tratar de cerca a estos dos gigantes de la cultura vasca, tan distintos en su carácter, en sus posicionamientos públicos, en su producción artística, y sin embargo, tan unidos -más allá de su voluntad- en su indagación permanente de la relación materia/vacío y en su obsesión por lo vasco.
Conocí personalmente a Jorge Oteiza a mediados de los años sesenta, cuando el grupo de estudiantes y jóvenes profesionales vascos que nos reuníamos en el bar Condal de Barcelona, en el que se encontraban entre otros Txomin Ziluaga y Mikel Laboa, lo llamamos para que nos diera una charla. Oteiza era una dínamo hecha persona, un «agente provocador» rebosante de sabiduría autodidacta, enciclopédica y maliciosa del que fluían en cascada interpelaciones, imprecaciones y las metáforas más sorprendentes, profundas y bellas que he escuchado en mi vida. Conocíamos sus «Catorce Apóstoles» de la basílica de Arantzazu, abiertos en canal para entregarse a los demás, y habíamos leído su «Quosque tandem», donde las construcciones filosófico-estéticas se convertían en metapolítica vasca.
«Quosque Tandem» dibujaba un fresco grandioso en el que, en base a la ley de los cambios, la escultura (y la humanidad en su conjunto) iba desocupando el espacio hasta llegar al huts, al vacío. Pero este punto de llegada era un vacío activo; el escultor no necesitaba ya la escultura, pues el huts había destruido las barreras que le habían separado hasta entonces de la acción y de la vida. El pastor vasco había concretado el huts en el pequeño cromlech megalítico; el pastor-escultor del cromlech, liberado por fin del trabajo de desocupar el espacio, había convertido la estética en acción, pues no le quedaba ya otra cosa que entregar que no fueran sus manos. Oteiza -y ésa es su coherencia- se aplicó a sí mismo la ley de los cambios y, tras construir sus portentosas cajas metafísicas, renunció a la escultura (con la excepción de sus microesculturas hechas con tizas) para dedicarse al apostolado cultural. Todos los nacionalistas vascos de izquierda de los años sesenta fuimos herederos del huts oteiziano, de la llamada a la acción que se desprendía de la metáfora del pastor vasco/constructor de cromlechs.
Volví a tratar intensamente con él cuando nos presentamos a las primeras elecciones de 1977 por Euskadiko Ezkerra, Oteiza como senador y yo como diputado. No me siguió cuando me pasé a Herri Batasuna; con ocasión del referéndum sobre el Estatuto vasco Oteiza escribió un resonante artículo contrario al voto negativo de HB que se titulaba algo así como «Cero-coma Batasuna: si la aventura es loca el aventurero debe ser cuerdo», donde arremetía contra mí y contra Monzón
No se lo tomé demasiado en cuenta: son cosas de Oteiza, me decía. Su coherencia no era política, sino metapolítica, filosófica, y poética. Al cabo de algunos, no muchos, años, Oteiza regresó a su modo peculiar a sus orígenes, y su imagen volvió a ser tan inspiradora para mí como lo había sido siempre. Firmé después manifiestos a su favor como testimonio de mi admiración. Las visitas a su museo de Alzuza me han llenado de íntimo contento; ahí, en la vitrina que exhibe su biblioteca personal, están algunos de los libros que yo le había dedicado, siendo éste el regalo más bonito que podía hacerme.
Con Eduardo Chillida el trato fue más íntimo y familiar: estaba casado con Pili Belzunce, hermana de mi madre y tan prolífica como ella. Primero en Hernani, y después en Villa Paz, en el alto de Miracruz, mi tío me explicaba sus ideas sobre el arte, el tiempo y el espacio a la vista de los maravillosos yunques de hierro que poblaban su casa. Recuerdo especialmente una obra, el «Ikaraundi», de apenas metro y medio, de la que emanaba una fuerza descomunal, la fuerza de las raíces de las hayas y robles vascos que al salir de la tierra buscan en todas las direcciones la luz y la humedad. Chillida me hablaba a mí, un crío de apenas quince años, con el mismo respeto y seriedad con el que hubiera hablado ante un tribunal de sabios.
Descubrí más tarde que esa actitud de respeto a las personas era la que sentía ante las cosas, ante las líneas de fuerza de los distintos materiales que utilizó a lo largo de su vida, el hierro, el hormigón, el alabastro, el papel; y que en ese respeto y esa humildad franciscana ante la naturaleza residía el núcleo de su actividad artística. Su actitud estética se sitúa en el extremo opuesto al de Oteiza. No existe en Chillida ruptura ni antagonismo entre espacio, «materia muy rápida», y materia, «espacio muy lento», ni solución de continuidad entre vacío y materia; lo que cuenta es el diálogo interminable entre la materia y el vacío que ésta contiene, libera o aprisiona, un vacío a ser habitado por los seres humanos. Cada una de sus obras interactúa con unas coordenadas singulares de tiempo y espacio, no alcanzando su pleno sentido sino situada en ellas. Este juego de relaciones con el tiempo, el espacio y el vacío alcanza su culminación en los «Peines del Viento», tres grandes interrogantes que dialogan interminablemente con los vientos, las olas y la línea del horizonte; y en el bosque encantado de Zabalaga, donde cada uno de los árboles de acero y de granito que lo pueblan ha ido buscando su lugar relacionándose desde él con los demás.
Viene a cuento reivindicar el perfil personal de Eduardo Chillida tras haber leído el artículo de Jurgi San Pedro y Nicolás Xamardo, amigo mío, el cual contiene una crítica demoledora de la comercialización capitalista de la obra de arte con la que coincido al cien por cien, y unos juicios sobre Chillida de los que les discrepo radicalmente. Y es que la contraposición maniquea entre un Oteiza altruista y vasco y un Chillida español e interesado es caricatural y, en lo que respecta a Chillida, profundamente falsa.
No conozco, como es lógico, todas las actuaciones de mi tío, ni tengo por qué estar de acuerdo con todas las utilizaciones de sus proyectos. Pero lo que sé de él dibuja una persona generosa y profundamente concienciada con lo vasco.
Tras haber nacido en el bando de los ganadores de la guerra, Chillida asumió (como tantos otros vascos) la causa de los vencidos, asumiendo un compromiso antifranquista que no era de boquilla. En tiempos del juicio de Burgos financió generosamente -doy fe de ello- a organizaciones como Acción Patriótica Vasca que organizaban la defensa de los presos vascos. En el estado de excepción de 1975, el último y más terrible del franquismo, cuando la policía vino a buscarme a la casa de mi familia en la calle Reina Regente de Donostia sin dar conmigo, fue Chillida quien me buscó con un hijo suyo y me pasó en su coche, jugándose el pellejo, por la frontera de Hendaia. Estos son testimonios personales, pero existe un testimonio público de su toma de postura: fue él quien diseñó el logo de las Gestoras pro-Amnistía utilizado por éstas durante largos años.
En el posfranquismo Chillida se posicionó radicalmente contra el uso de la violencia. Pero se resistió a ser utilizado unilateralmente. De ello quedan trazas en algunas de las pocas entrevistas concedidas a revistas españolas, en las que se hace patente su resistencia cuando el escultor insiste en referirse también a la violencia «de los otros».
He sido testigo igualmente de la preocupación que le embargaba en los últimos años de su vida, al sentir que se le acercaba la negra sombra del alzheimer, por la inserción de su obra en lo vasco. Lo cual no era nuevo: su obra escultórica comenzó en Hernani inspirándose en los trabajos tradicionales en proceso de desaparición por entonces de los herreros vascos, que él rescató llevándolos a su apoteosis.
¿Chillida interesado? Es cierto que en el orden económico la fortuna le fue muy propicia; como también se lo fue a Oteiza. Pero se me ha quedado grabada una frase suya cuando, en el ocaso de su vida, se pasaba el día entero ocupado en lo que podía hacer entonces, sus gravitaciones de papel. ¿Cómo es que trabajas tanto?, le pregunté un día, y él me respondió con toda la candidez del mundo: «Es que no sé hacer otra cosa». Chillida, estoy seguro de ello, era de esas personas que si hubiera vivido marginado, incomprendido y pobre, se habría dedicado en cuerpo y alma a sus creaciones geniales, y es que «no sabía hacer otra cosa». Y además ¿quién sino un creador desinteresado como él habría hecho a su costa el regalo excepcional del «Peine del Viento» a sus conciudadanos?
Oteiza-Chillida, Chillida-Oteiza: los necesitamos a los dos, porque son parte esencial, junto a Mikel Laboa y alguno más, del patrimonio universal de los vascos. Bastante intentan otros denigrar y reducir nuestro patrimonio cultural para que contribuyamos nosotros a empequeñecerlo. No los enfrentemos entre sí, ni seamos más papistas que el Papa; ellos nos mostraron la vía a su vejez en su Abrazo de Bergara. Si el diálogo entre ellos fue imposible en vida, es seguro que la cultura vasca -que como toda cultura suma siempre y no resta- irá profundizando en sus mutuas afinidades y tejiendo los mimbres del diálogo entre esos dos portentosos genios vascos, contradictorios, y humanos, profundamente humanos.