Recientemente cayó en mis manos un libro cuyo título ya me impactó: La insurrección que viene. La autoría venía firmada por un tal Comité invisible. Pero más me sorprendió la contraportada que decía así: «El Comité invisible es una tendencia de subversión presente. Recientemente, varias personas fueron detenidas en Francia por el mero hecho de tener un ejemplar de este libro en su casa. Y lo más inaudito es que se les aplicó, en el país de los derechos del hombre y del ciudadano, la ley antiterrorista» Esta última frase la leí dos veces. Si aquello era cierto, allí dentro había un material altamente explosivo. Y vaya si lo había.
Yo no sé ustedes, pero les reconozco mi desconcierto y mi desfondamiento político e ideológico. Pese al entrenamiento que a diario nos obliga la vida. Y por más que intento ordenar mis prioridades, mis ideas, y mis deseos; por más que analizo, pienso y contrasto la realidad con los dispositivos de resistencia, opciones políticas y otros aparatos subversivos, si es que queda alguno no fagocitado por las estrategias del capitalismo de última generación, no consigo ubicarme en la tranquilidad –o intranquilidad- que proporciona el saber si uno está en la línea de combate adecuada. Porque les confieso: no sé cuál es la batalla a la que ahora mismo estamos llamados. Oigo ruido, mucho ruido a mi alrededor. Pero también sé que nada definitivamente importante está a punto de ocurrir. Sé que hemos llegado a un punto en que el sistema, sus máscaras de ficción, sus instituciones, sus burbujas individualizadas, sus marionetas corruptas y su tramoya mediática, sometida a una omertá autocomplaciente, han convertido el presente en un callejón sin salida.
Cada día leo y escucho recetas para salir de este atolladero, pero creo que este mundo en crisis ya no se deja pensar, que huye de todo intento de hacerlo creíble e incluso increíble. Pese a que está absolutamente iluminado. Pese a que no queda nada por ver que no hayamos visto ya : la desdicha, las mentiras, la explotación sistemática, la tortura, la corrupción sistémica, la humillación y la degradación más absoluta. Tal vez, este mundo no tenga ya otra forma de sostenerse que mediante la gestión infinita de su propia derrota. Y uno desearía saber qué hacer para enfrentarse radicalmente a él, si es viable y posible resistir y disentir sin sentirse arte y parte de las estrategias del nuevo capitalismo de ficción. El asunto pues, no es encontrar la palabra adecuada, ni el mensaje más certero, ni siquiera el análisis más objetivo. Quizá tampoco la organización más revolucionaria. El asunto hoy es cómo subvertir la propia vida para que el mundo ya no pueda ser el mismo. Insurrección de la propia vida a falta de una subversión colectiva incapaz de hablar el mismo idioma, subversión de la propia vida ante la esquizofrenia difusa, la depresión servil y la psiquiatrización del conflicto social.
Y aquí empieza la dificultad. Porque si algo nos agujerea el alma, es la impotencia que sentimos frente a toda posibilidad de cambio. Lo anunciamos, lo teorizamos, pero dudamos de su viabilidad. Ni siquiera chutándonos con dosis de utopía realizable. Hubo un tiempo que estuvo claro, sí. Fuimos héroes y creímos en los sujetos históricos. Y también en las multitudes con rostro. Pero, ¿en qué sujeto confiar hoy como acompañante hacia
¿Es posible entonces ser crítico, radical, disidente y combativo hoy? Quizá sí, pero no a la vieja usanza. Personalmente creo que la crítica radical hoy tiene como principal desafío combatir la privatización de la existencia. Una existencia que ha convertido al viejo proletariado en un obrero hipotecado hasta las cejas, consumidor compulsivo y reproductor de todas las estrategias necesarias para que el capitalismo actual sobreviva hasta hartarse de satisfacción. Pero esta privatización de la existencia, esta suma de yoes en estado de ruina permanente e insuficiencia crónica, tiene gravísimas consecuencias: la creciente despolitización de la cuestión social, la desocialización del sufrimiento y la individualización del conflicto social. Y es que la gente hoy está solucionando en términos personales cuestiones públicas que solo deben ser abordadas a través de códigos de trascendencia impersonal. Más claro, asumimos como propios y personales, muchos problemas de orden social. Esto es lo que provoca el fascismo posmoderno al despolitizar y neutralizar el conflicto social.
¿Qué hacer entonces? Creo que politizar la palabra y la propia vida, repolitizarnos de nuevo desde la individualidad. Porque la política profesional, cada vez más cuestionada, se cierra sobre sí misma sin credibilidad representativa. ¿Quién, de verdad, confía en los políticos que dicen representarle? Con su silencio, la población aparece infinitamente más adulta que todos los títeres que se empeñan en representarla. Cualquier sin techo es más sabio con sus sangrantes palabras que muchos de nuestros dirigentes con sus altisonantes declaraciones. Politizar la propia vida, la propia existencia es hoy un acto de disidencia combativa, una resistencia activa. Porque la vida es nuestra verdadera cárcel, el instrumento que utiliza el poder para dominarnos y someternos. ¿Cómo se hace? Como dice Marina Garcés, encarar la crítica pasa por atacar ese yo con el que abordamos el mundo, atacar las opiniones con las que nos protegemos del mundo, atacar nuestro particular y precario bienestar. Porque el yo es el dispositivo que nos aísla y a la vez nos conecta en la sociedad-red impidiendo toda transgresión.