LA autonomía de un territorio, suelo más identidad, supone una cultura política, tanto por parte de quien dice “otorgarla”, como de quien la disfruta, que considere positivo y sano el deseo de emancipación por medio de la autogestión más amplia. El otorgante revela entonces su capacidad de confianza, de respeto, y se ilustra como ejemplo universal. Las políticas de descolonización del siglo XX han engrandecido, en general, a sus autores.
Lejos están de ese espíritu los países que miden su dignidad en kilómetros cuadrados. ¿Qué soberanía defienden, en realidad, aquellos que prefieren perseguir y derrumbar los intentos de emancipación? ¿Conviene recordarles que la “Una, Grande y Libre” se limita a la “Una” pero refiriéndose a la Unión Europea, que ha vaciado las estanterías en las que se conservaban sus insignificantes restos de soberanía. ¿Dónde se determinan las políticas económicas, financieras o militares? En el anónimo off shore.
La reacción es evidente: “Si pierdo soberanía en el ámbito internacional, tengo que reforzarla en el estatal”. Las represiones permanentes, ajenas a consideraciones culturales, crean nuevos centralismos agresivos que recuerdan métodos de gobernanza que creíamos desterrados. En un ejercicio de malabarismo semántico -muy español- entre y con los términos autonomía, unidad del Estado y autogobierno, el poder político de turno en la capital del Estado justifica lo que le convenga, y si no es suficiente, promulga leyes de oportunidad ajena al “espíritu de las leyes”, bien descrito y escrito por distinguidos pensadores.
Aquí y ahora, acompañemos en su desconcierto a los electores que creyeron que la gestión política era realmente autonómica, a pesar de los ejemplos decepcionantes conocidos en comunidades vecinas. Cada día nos sirve la dosis de realidad política. La penúltima, después de otras “subcontrataciones”, se refiere, en materia de Innovación, a la sumisión, de nuestra Comunidad, a la política de Madrid. En esas condiciones, la atribución del lehendakari se parece a la del Prefecto, modelo francés creado en el Año VIII de la Revolución Francesa. Si al principio de la V República (francesa, bien entendu) el poder político encargaba todavía al Prefecto una función de tutela, desde 1982 se trata de una misión de control de manera a que nada se haga sin el visto bueno del gobierno, es decir, del partido en el poder. Se dirá que el Prefecto no se somete al sufragio universal, cuando el lehendakari sí pero ¿cuál es la diferencia real? En el sistema de elección español el electo lo es en segunda instancia.
En efecto, antes de presentarse, el candidato tiene que ser designado por su partido. En este caso, el candidato se somete, en prioridad, al deseo de sus compañeros políticos que pueden decidir de su carrera política y de su futuro profesional, según que cumpla o no las órdenes recibidas, y no según la manera de cumplir sus compromisos políticos con los electores. Así es como se afirma que las promesas electorales sólo conciernen a los que las escuchan.
Todos conocemos casos en los que el poder político central ha obligado a sus miembros electos a saltarse a la torera las promesas dadas a sus electores, sin escrúpulo ninguno. Primun vivere. Así nos va.
Raros son, pero apreciables, los electos que han preferido sacrificar sus carreras políticas enfrentándose a los imperativos centrales y prefiriendo seguir leales a los compromisos con sus electores. Otros cometen, por encargo, políticas de gestos mal adaptadas a realidades específicas y por consiguiente, ignorantes de la idiosincrasia local. Se puede hacer respetar la ley sin aspavientos.
En resumen, podemos escoger la apelación entre lehendakari, prefecto y comisario político. Quizás me quedaría con la última que refleja mejor la realidad y que estuvo antes vigente en las “democracias” populares.
Publicado por Noticias de Alava-k argitaratua