Alguien a quien mandé una cierta información me dice, bromeando: «¡Eres mejor que el Google, es un halago del siglo XXI!». Lleva razón. No en que yo sea mejor que el Google, sino en que verse con él favorablemente comparado es un halago. La rapidez con que ese buscador halla miles de documentos sobre cualquier cosa es pasmosa. Su derivada Google Earth logra lo propio con las fotos aéreas de la Tierra. Aquellas ortofotos que tanto costaba obtener hace 10 años están ahora al alcance de cualquiera, incluso si corresponden al más remoto de los rincones planetarios. Fantástico.
Dos estudiantes de la Universidad de Stanford, Larry Page y Sergey Brin, fundaron Google en 1998. Al año ya disponían de financiación por valor de 25 millones de dólares. Era una idea prometedora que merecía ser apoyada. El atrevimiento vende en Estados Unidos. Aquí despierta recelo. La imaginación está mal vista entre nosotros porque se confunde con la fantasía. Luego admiramos los logros norteamericanos o los denigramos envidiosamente, pero no modificamos nuestras pautas. Aquí, los bancos prestan dinero a quien ya tiene. Una pena.
Google es una alteración deliberada de la palabra googol, término que en 1938 inventó Milton Sirotta, un niño de 9 años sobrino del matemático neoyorquino Edward Kasner, para designar el número inconmensurable 10100 (un 1 seguido de 100 ceros) que acababa de ingeniarse su tío. Es un nombre adecuado para ese buscador que recibe más de 100 millones de consultas diarias, las cuales satisface de inmediato revolviendo en centésimas de segundo, gracias a su poderoso motor de búsqueda, más de 1.300 millones de bases de datos extraídas de webs del planeta entero.
Marea pensarlo. Da la dimensión de la revolución silenciosa que nos han traído la informática e internet. Una revolución ampliamente socializada, porque sería imposible sin muchas complicidades. Por potente que sea, el motor de búsqueda de Google no encontraría nada si no hubiera nada que encontrar en la red. O sea, si millones de usuarios no hubiesen puesto en ella la información que rastrean los buscadores. La mayor parte proviene de libros y documentos editados previamente.
En la Galleria degli Uffizi hay un cuadro de Bartolomeo Schedoni –seleccionado, por cierto, para la exposición El pa dels àngels, lograda muestra de pintura religiosa barroca italiana exhibida en CaixaForum a finales del 2008– en el que, bajo la desconcertada mirada de la Virgen y san José, el Niño Jesús y san Juan Bautista consultan diestramente un librito. Es una idealización, claro. Pero suena a metáfora: las nuevas generaciones dominan técnicas de comunicación que desbordan a las generaciones anteriores.
Hoy, internet es la biblioteca de los jóvenes, que desertan del papel impreso de sus padres y por ello cada día se venden menos libros. Me corre tinta por las venas y participo emocionalmente de la angustia de los libreros, pero hay que admitir que no es un drama cultural que la creatividad se exprese por otras vías. El problema es que lo hace en exceso y sin criterio. La editorial electrónica Bubok ha publicado en dos años 11.000 títulos, pero solo ha vendido 50.000 ejemplares, o sea, menos de cinco ejemplares de cada título. A la par, muchas obras básicas no están en internet y, por tanto, Google no las encuentra. ¿Qué se saca topando con los 11.000 títulos de Bubok si no se da con los de la Bernat Metge? Algunas grandes bibliotecas están digitalizando sus fondos para colgarlos en la red. Eso sí que cambia las cosas. Los buscadores, entonces, pueden encontrar grano entre tantísima paja.
Google es el nuevo bibliotecario de la humanidad. Un bibliotecario rapidísimo y objetivo, pero aún muy inmaduro en lo tocante a criterio. Ese es el problema: al ofrecer tanto, parece que lo sepa todo. De hecho, solo lo encuentra; lo sirve enseguida, pero no criba lo que ofrece. Entrega la información, sea cultura, datos o sandeces, jerarquizada con arreglo al interés despertado en consultas anteriores, de manera que es hoy más elaborado y fiable que ayer y algo menos que mañana, pero solo en términos de mercado. El rigor y la calidad no dependen del volumen de la demanda. A menudo es lo contrario.
En todo caso, me llama la atención la indiferencia con que las nuevas generaciones contemplan tan extraordinarias cosas. Han nacido en pleno terremoto y ni siquiera parpadean viendo las montañas moverse. Les parece natural que tras una pantalla y cuatro teclas resida toda la información cotidiana y el saber universal. El siguiente paso podría ser considerar banal el saber en sí. Podría ocurrir que milenios de esfuerzo y creatividad fuesen considerados algo trivial. Eso sí que acabaría siendo un serio problema, porque la cultura se convertiría en una commodity, una prestación ajena a la actividad intelectual de cada quien. Lo tendríamos todo, no sabríamos nada. Un mal día, entonces, puede que nadie se molestara en preguntarle nada sobre conocimiento a Google: total, ¿para qué? Corremos el riesgo de que la red devenga una inmensa biblioteca virtual con muchos consumidores displicentes y sin lector emocionado alguno. O tal vez no. Tal vez tengamos una feliz nueva alternativa: pocos libros y buenos, como antes, y escritos de quien quiera que sea, más información no cultural diversa, poblando la red. Ojalá.
*Caba Ramon Folch. Socioecólogo y director general de ERF