Siguiendo el hilo del que decíamos el día pasado sobre la salida por la puerta de servicio del exlehendakari Juan José Ibarretxe, es evidente que ahora mismo estaríamos hablando de otra realidad política en Euskadi si no hubiera incumplido su promesa de hacer una consulta nacional el pasado 25 de octubre. A Ibarretxe le ha perdido el miedo, y el miedo le ha llevado a cometer muchos errores hasta el punto de que no sólo no ha hecho aquello que había dicho que haría sino que ha dado por bueno un fraude electoral totalmente inadmisible en un país democrático. La historia hablará mucho este miedo a transgredir la injusta legalidad española. Más que nada porque era lo mínimo que se podía esperar de alguien que parecía tener convicciones sólidas. ¿O no es absurdo pensar que una existencia se puede afirmar sin entrar en conflicto con aquel que la niega?
Para España no hay pueblo vasco ni pueblo catalán, sólo hay pueblo español; y todo aquello que desborda estos márgenes lo vive como una amenaza. Es una concepción totalitaria de la vida, está claro. Pero sólo hay que echar un vistazo a la historia de España para ver que sus etapas democráticos son casi una anécdota. No puede haber democracia sin cultura democrática, y la cultura democrática no se improvisa. Cataluña, por ejemplo, creadora, tras Islandia y la isla de Man, del primer Parlamento de Europa, sí domina los principios democráticos, es respetuosa y no concibe ninguna otra forma de articulación política. Pero lo que en Cataluña es pura lógica, en España es pura acomodación. España no ha llegado a la democracia por convicción, sino por obligación. Y se nota, naturalmente que se nota. Se notó el 23 de febrero de 1981, se ha notado en sus consecuencias y se nota en el carácter totalitario de los artículos 2, 3, 8 y 145 de su Constitución así como en la imposición del español como lengua hegemónica de las naciones que no la tienen como propia, en el cierre de medios de comunicación, en la anulación de listas electorales y en la prohibición del derecho a la participación política. De hecho, el pacto entre el Partido Socialista y el Partido Popular es fruto de esta ideología. Los dos unidos para evitar que la España que Dios creó en el Cielo no la deshagan los vascos en la Tierra.
Pero esto, como es lógico, ya lo sabía Juan José Ibarretxe cuando hizo su promesa electoral. Y es precisamente por no haber sido capaz de cumplirla por lo que su nombre permanecerá asociado ya para siempre jamás a una profunda decepción, la decepción que provoca toda persona que genera más expectativas de las que puede satisfacer. Decepción en Cataluña, pues, y frustración en el País Vasco. Frustración entre todos aquellos vascos que, llegado el momento -fueran o no votantes del PNV-, pensaban estar junto a su lehendakari en defensa del acto más pacífico y democrático de una nación: manifestar su parecer a través de las urnas. ¿Qué auténtico demócrata prohibiría una cosa así? El gobierno español, naturalmente. Y este es el resultado: frustración en el País Vasco ante la falta de coraje del PNV, capaz de sustituir lo que tenía que ser un gesto de afirmación por un gesto de sumisión, y decepción en Cataluña entre las personas que esperaban de un lehendakari vasco lo que el tripartito catalán les niega.
Así es como se cierra el círculo. Mientras Ibarretxe se va arrastrando su renuncia a hacer historia, el País Vasco queda en la misma situación que Cataluña. Ahora, salvo el concierto económico, ya no hay diferencias políticas entre ambos países. Ahora sí que se puede decir que uno y otro son dos maravillosas colonias gobernadas por un mismo partido nacionalista español. En el País Vasco el Partido Socialista gobierna gracias al Partido Popular y en Cataluña lo hace gracias a Esquerra Republicana. ¿Seguro que somos dos realidades diferentes?