A mediados de mes de marzo, el gobierno español acordaba con el andaluz liquidar la conocida como deuda histórica –un concepto esotérico que los dos gobiernos acordaron además que ascendía a 1.200 millones de euros– del Estado con Andalucía, cumpliendo escrupulosamente el plazo que fija el Estatuto andaluz. ¡Se ve que en cuestión de plazos hay algunos que sí que son de obligado cumplimiento!
Desde entonces, en cuestión de semanas, el gobierno del Estado ha decidido avalar con 9.000 millones de euros una caja de ahorros en situación comprometida, presidida por un veterano dirigente regional del PSOE y, en función de los acuerdos de la cumbre del G-20, aumentar la aportación española al FMI en 4.000 millones. Queda claro que la crisis sólo sirve de excusa para no mejorar la financiación de Cataluña…
Mientras tanto, el ejecutivo español ponía encima de la mesa de Cataluña una cantidad de dinero que no supondría ningún aumento de recursos real, sino que, según datos del departamento de Economía y Finanzas, cubriría poco más de la tercera parte de la disminución de ingresos que la Generalitat padeció el año 2008 debido a la crisis. Una burla, en pocas palabras.
Por otro lado, cuando hace cerca de tres años de la aprobación del Estatuto, no se han traspasado ni las Cercanías de Renfe, ni el aeropuerto del Prat, ni los de Reus y Girona, ni siquiera servicios que el Tribunal Constitucional hace años que decidió que son competencia de Cataluña, como las becas universitarias.
A las puertas –se supone, porque ya hace meses que esperamos– del desenlace de la negociación del nuevo sistema de financiación y de la sentencia del TC sobre el Estatuto, ambos cargados de malos presagios, la situación política en Cataluña es desoladora. Hay un abismo entre la clase política y la ciudadanía, como reflejan las encuestas oficiales cuando evalúan la satisfacción política de los ciudadanos y demuestran los altísimos índices de abstención.
El catalanismo, ante el poco entusiasmo que despierta en sus filas la actuación de los partidos que tendrían que ocupar este espacio, tiende a organizarse al margen, mediante plataformas y entidades que aprovechan las facilidades que, para la difusión de sus mensajes, ofrecen las nuevas tecnologías de la comunicación. El éxito de la manifestación independentista de Bruselas del 7 de marzo es una demostración de la capacidad de movilización de este nuevo soberanismo transversal. Ahora bien, aun valorando de manera muy favorablemente la tarea patriótica de estas entidades, hace falta que sus objetivos sean inequívocamente asumidos por los partidos.
El Estatuto amputado en Madrid no nos ha aportado ni reconocimiento nacional, ni incremento de las competencias, ni mejor financiación –y esto, antes del previsible nuevo recorte a manos del TC–. La constatación de este fracaso nos tiene que llevar a superar, de una vez por todas, las estrategias del “peix al cove” (“el pescado al cesto”), de la reclamación de la lectura generosa y de la relectura de los textos legales, de la estación federal hacia la cual transitaríamos juntos los independentistas catalanes y los progresistas españoles, del patriotismo social y la lluvia fina.
Ni Estado plurinacional, ni España plural, ni federalismo asimétrico –ni simétrico, ni de ningún tipo–. Con España no hay nada a hacer. Y no podrán decir que el catalanismo no ha intentado regenerar España para hacer viable el encaje de Cataluña. Ya hace bastante más de un siglo que lo prueba. Nuestra supervivencia como nación y el progreso de Cataluña y el bienestar de sus ciudadanos sólo se pueden conseguir con la independencia. Esta es una evidencia que, según varios estudios, cada vez más catalanes comparten.
El soberanismo y el independentismo, y los partidos que se reclaman de los mismos, tienen que interiorizar un nuevo paradigma en sus relaciones con el Estado. No es misión del catalanismo velar por la estabilidad de los gobiernos españoles de turno, a cambio de cuatro concesiones menores. No son los partidos catalanes los que tienen que suplicar que el partido del gobierno del Estado los tenga en cuenta. Son estos gobiernos, cuando están en minoría, los que tienen que afanarse para conseguir los votos de los partidos soberanistas. Y estos sólo pueden dárselos a cambio de mejoras sustanciales en el autogobierno y el reconocimiento nacional de Cataluña: financiación digna, grandes infraestructuras, selecciones deportivas, participación efectiva en organizaciones internacionales, organización territorial propia, restricción del concepto de ley estatal de bases y ampliación de las competencias exclusivas de la Generalitat, respeto escrupuloso a la utilización del catalán como lengua vehicular en todos los ámbitos… Sin compromisos en esta línea, y de acuerdo con la propuesta formulada por Heribert Barrera, los parlamentarios catalanistas en las Cortes españolas no tendrían que dar apoyo a ninguna iniciativa de ningún gobierno.
Pedir esto a cualquier gobierno español es pedir mucho, lo sé. Pero las diversas estrategias basadas en el pactisme y la implicación en la gobernabilidad del Estado han conducido a nuestro país al callejón sin salida en que se encuentra. Cataluña tiene que utilizar la fuerza política que tenga en Madrid pensando sólo en sus intereses nacionales.
Hace falta que el creciente independentismo sociológico vuelva a contar con un referente electoral claro. Por esto pienso que a las próximas elecciones al Parlamento se tiene que presentar una candidatura de amplio espectro que tenga como eje programático central la proclamación unilateral de la independencia de Cataluña por una decisión mayoritaria del Parlamento, que posteriormente sería sometida al correspondiente referéndum de ratificación. Discrepo cordialmente de los que defienden que el referéndum se tiene que convocar desde la actual legalidad vigente, puesto que su convocatoria dependería de la imprescindible autorización del gobierno español, que no hay que decir que nunca estará por el trabajo. La lógica más elemental obligaría que esta candidatura la liderara el único partido parlamentario que se define como independentista en sus estatutos y su declaración ideológica, pero esto, no lo ignoro, colisiona frontalmente con su estrategia actual.
Mientras no obtuviera la mayoría necesaria para gobernar, el independentismo parlamentario no debería participar ni avalar activamente ningún gobierno que no tuviera un programa de incremento importante del autogobierno y de avances en el reconocimiento nacional de Cataluña, centrado en las cuestiones capitales del país a las que antes me he referido.
El otro gran eje que tendría que vertebrar la oferta del independentismo es el de una severísima exigencia ética en la actividad política, que es la mejor manera de recuperar la confianza de los ciudadanos. El independentismo tendría que ser el abanderado de la honestidad, el rigor, la eficiencia y la austeridad en el ejercicio de los cargos públicos. El independentismo no tiene que participar del monopolio de la política por parte de políticos profesionales sin ninguna otra ocupación conocida, la profusión de asesores a las instituciones, la opacidad en las contrataciones, la inflación de informes externos de eficacia dudosa, el gusto por la ostentación y el lujo y la colocación de familiares, amigos, conocidos y saludados. Una ley electoral que obligue a una vinculación efectiva entre candidatos y electores es, en este sentido, una prioridad inaplazable.
El programa político que he intentado esbozar se basa en los dos valores que dan título a este artículo: patriotismo y dignidad. Patriotismo para poner el interés nacional de Cataluña por delante de cualquier otra consideración, de cualquier otro interés particular, por legítimo que pueda ser. Dignidad para no tolerar ninguna humillación a nuestra nación, aunque sólo sea para honrar a quienes nos precedieron en la lucha por la libertad de la patria, hasta el extremo de que algunos dejaron la vida. Patriotismo y dignidad: Cataluña no merece menos.
* Líder de Reagrupamiento.cat