En su libro En paz con el planeta, el biólogo estadounidense Barry Commoner señala que los seres humanos vivimos en dos mundos: un mundo natural llamado bioesfera o ecoesfera, moldeado por los procesos geológicos, químicos y biológicos que ha experimentado la Tierra en sus cinco mil millones de años de historia; y un mundo cultural que podemos denominar tecnoesfera y que estaría formado por los distintos sistemas y dispositivos socioeconómicos que ha ideado el hombre, desde los asentamientos rurales a las grandes metrópolis, desde los campos de cultivo al ciberespacio, desde las instalaciones fabriles a las redes de transportes… Durante la mayor parte de la historia de la Humanidad, la tecnoesfera ha tenido una dimensión muy pequeña, pero en los últimos siglos ha crecido de forma exponencial y ahora se puede decir que está “sobredimensionada”. Algo que, a juicio de Jorge Riechmann, profesor titular de filosofía moral en la Universidad de Barcelona, supone un peligro para la frágil sostenibilidad del planeta, pues ha propiciado que éste comience a estar “ecológicamente saturado” y que ahora vivamos “bajo constricciones ecológicas globales”.
En un medio ambiente finito como el nuestro, un crecimiento indefinido es inviable y conduce al colapso. Esto es obvio, pero según Jorge Riechmann, el pensamiento ecológico tiene que insistir en esta obviedad porque vivimos en una sociedad en la que todo está construido como si ese crecimiento indefinido sí fuera posible y se potencia un sobreconsumo de territorio, energía, materiales y agua. En gran medida esto ocurre porque, como dice el teórico de sistemas Ervin Laszlo, siguen estando vigentes prácticas y modalidades de pensamiento concebidas en y para un contexto muy diferente al actual. “Para vivir en el tercer milenio”, asegura Laszlo, “no será suficiente con un incremento de la racionalidad actual. Necesitaremos nuevas modalidades de pensamiento y nuevas maneras de percibir e imaginarnos a nosotros mismos, a los demás, a la naturaleza y al mundo que nos rodea”. Hace falta, por tanto, una nueva racionalidad que se adecue a los desafíos y exigencias del presente. Esa racionalidad es, según Jorge Riechmann, la racionalidad ecológica que “tiene realmente en cuenta cómo está estructurado el mundo en el que vivimos”.
En este punto de su intervención, Riechmann, autor de libros de poesía como Cántico de la erosión, Desandar lo andado o Conversaciones entre alquimistas, y de ensayos como Biomímesis o Un mundo vulnerable, explicó que a partir de distintos conjuntos de intereses y valores se pueden construir diferentes racionalidades, hasta el punto de que, como advertía David Hume en su libro Tratado sobre la naturaleza humana, “puede resultar racional preferir la destrucción del universo a sufrir un rasguño en la mano”. “De algún modo”, aseguró Riechmann, “ese tipo de racionalidad es la que presupone y, en gran medida, fomenta el mercado capitalista”.
En su propuesta de construcción de una teoría de la racionalidad ecológica, Jorge Riechmann toma como punto de partida el trabajo que en torno a la axiología (reflexión sobre los valores) ha realizado el filósofo navarro Javier Echeverría. El autor de Los Señores del Aire: Telépolis y el Tercer Entorno (obra con la que Echeverría obtuvo el Premio Nacional de Ensayo en el año 2000), concibe los valores como funciones que aplican agentes a la hora de discernir qué es lo bueno y qué es lo malo para ellos. Javier Echeverría parte de una concepción no antropocéntrica del valor y considera que en el mundo animal hay valores naturales que son anteriores a los valores específicamente humanos (los valores morales, religiosos, estéticos, militares…). “Cada acción voluntaria de un animal”, sostiene en su libro Ciencia del bien y del mal, “es un juicio de valor, incluida la acción de invernar/hibernar o dormir”.
En este libro, Echeverría defiende una concepción plural de la racionalidad, planteando que no hay una sola racionalidad sino muchas1, ligadas cada una de ellas a distintos sistemas de valores. Por ejemplo, se puede hablar de una racionalidad militar que pone los valores e intereses bélicos por encima de todos los demás valores. Echeverría tiene una visión plural de la racionalidad, pero no relativista pues, a su juicio, “unas formas de racionalidad son mejores que otras”, hay una jerarquía de racionalidades. Pero, ¿qué es lo que nos permitiría afirmar que un tipo de racionalidad es mejor que otra?, o siendo más concreto, ¿cómo podemos argumentar que los valores ecológicos deben estar por encima de los valores económicos y tecnocientíficos? Quizás esto no se puede hacer en términos absolutos, pero sí en términos contextuales, es decir, teniendo en cuenta el contexto desde el que se formula la pregunta, en nuestro caso un “mundo lleno”, “un mundo ecológicamente saturado”.
Ya hace más de dos décadas que el economista y sociólogo estadounidense Herbert Alexander Simon desarrolló la noción de racionalidad acotada, según la cual lo importante no es la maximización de valores (como sugiere la racionalidad economicista y mecanicista), sino la satisfacción de los mismos. A juicio de Simon, existen unas cotas mínimas y máximas de satisfacción del valor: si se superan estas últimas, el valor se convierte en contravalor, el placer en displacer, lo bueno en malo (porque, como se suele decir coloquialmente, nunca hay que pasarse: ni por defecto, ni por exceso).
Esta idea de que todo tiene un límite (incluso la razón) no sólo es habitual en mitos y narraciones de culturas tradicionales, sino que también está presente, de forma más o menos explícita, en la mayor parte de las prácticas reales que se llevan a cabo en ámbitos tan diversos como la política, la acción social, la vida jurídica o la ecología. Y, por supuesto, en reflexiones que hacen numerosos creadores, como el escultor vasco Eduardo Chillida que aseguró en una entrevista que un día se dio cuenta “de que el poder de la razón estaba en la capacidad de hacernos comprender sus propias limitaciones”.
Sin embargo, la organización de nuestra sociedad sigue dependiendo de una racionalidad productivista/maximizadora que parece ignorar la noción de límite y que, como comentó Marta Soler en la presentación de la conferencia de Jorge Riechmann, nos ha embarcado en un proceso de destrucción ecológica que ha alcanzado ya tal magnitud que sólo se podrá frenar si se toman medidas urgentes y contundentes. Y para ello hace falta un cambio de mentalidad (de valores), que asumamos -tanto a nivel individual como colectivo- que la naturaleza no está a nuestro servicio (no es de nuestra propiedad) y que hay límites biofísicos que no podemos (ni debemos) sortear.
En su intento de probar que la racionalidad ecológica es mejor (más adecuada para el contexto en el que nos encontramos) que la economicista, Riechmann recordó que las aportaciones de diversos autores y teorías (desde Warren Weaver a Edgar Morin, desde la algorítmica de Kolmogorov al principio del orden a partir del ruido…) han demostrado que los sistemas naturales -y también, muchos sistemas humanos- son “sistemas complejos adaptativos” cuyo desarrollo no está del todo predeterminado, sino que se produce adaptándose al medio en el que se insertan, por lo que su evolución es muy difícil de predecir. La lógica maximizadora, que busca la eliminación de redundancias para optimizar la productividad, tiene sentido para las máquinas pero no para estos sistemas complejos adaptativos (que se caracterizan por sus interconexiones múltiples, por sus cambios discontinuos, por sus comportamientos caóticos) que necesitan de dichas redundancias para su supervivencia.
En un contexto, la bioesfera, en el que lo que prevalecen son los sistemas complejos adaptativos (de hecho, la propia bioesfera lo es), lo coherente es regirse por una racionalidad que se ajuste a ellos. “Y, desde luego”, subrayó Riechmann, “una racionalidad ecológica (una racionalidad acotada) lo hace mucho mejor que una racionalidad economicista (una racionalidad maximizadora)”. Hay que tener en cuenta que la visión tradicional de la economía (sobre la que se apoya esa racionalidad economicista) se basa en lo que en inglés se denomina un wishfull thinking (que se podría traducir como “pensamiento ilusorio”), pues razona como si la entropía no existiera, los recursos naturales fuesen infinitos y los seres vivos pudiesen metabolizar cualquier cantidad de contaminación. Es decir, como si la economía estuviese al margen de las leyes biofísicas, como si no formase parte de la naturaleza y sólo dependiese de sí misma.
En gran medida esto ocurre porque los principios fundamentales de esta visión tradicional o neoclásica de la economía se establecieron en el marco del paradigma mecanicista, sin tener ni siquiera en cuenta las aportaciones de la teoría de la evolución biológica y de la termodinámica. Es, por tanto, una “teoría económica lastrada de anacronismo” que propone formas de funcionamiento que chocan con las dinámicas sociales y naturales (con la lógica de los sistemas complejos adaptativos) y que antepone la acumulación de capital a la satisfacción de las necesidades humanas. “Si la entropía no existiese”, subrayó Jorge Riechmann, “si los recursos naturales fuesen infinitos y los seres humanos nos comportásemos de forma muy diferente a como lo hacemos, entonces las construcciones mitológicas de la economía neoclásica podrían resultar formas realistas de entender la realidad. Pero no es así”.
A su juicio, la racionalidad ecológica -que coloca el valor “integridad a largo plazo de los ecosistemas y de la biosfera” (y valores complementarios a éste) por delante de los valores jurídicos, epistémicos, militares…- se adapta mucho mejor a las características biofísicas de nuestro mundo que la racionalidad económica. Hay que tener en cuenta que, como señalan James J. Kay y Eric Schneider en Embracing complexity: the challenge of the ecosystem approach, los sistemas complejos adaptativos “existen en situaciones en las que consiguen ‘suficiente’ energía, pero ‘no demasiada'”: necesitan cubrir un umbral mínimo de energía para poder auto-organizarse y funcionar, pero si se les suministra demasiada, “el caos se adueña del sistema, pues la energía sobrepasa la capacidad disipativa de sus estructuras y éstas se derrumban”.
Jorge Riechmann puso un ejemplo que muestra cómo ambas racionalidades dan respuestas muy diferentes a un mismo problema (en este caso, a un problema que está afectando a la salud de nuestra especie y de la bioesfera en su conjunto). Ante la constatación de que al introducir sustancias contaminantes bioacumulativas en las cadenas tróficas (algo que en la actualidad se hace a gran escala con el fin de mejorar el “rendimiento productivo”) se provoca que la leche de las madres mamíferas transmita una enorme carga tóxica a sus crías (o a sus hijos, porque, no lo olvidemos, también son mamíferos los seres humanos), la racionalidad ecológica plantea que lo más adecuado es dejar de producir dichas sustancias, mientras que la racionalidad económica -que pone la maximización de beneficios por encima de todos los demás valores- se limita a intentar minimizar los efectos negativos de esta introducción a través de una serie de dispositivos englobados dentro de lo que se ha denominado eufemísticamente “gestión de riesgos”.
La racionalidad ecológica considera que las actividades productivas humanas son subsistemas que están dentro del sistema terrestre de la bioesfera y que, por tanto, sus principios rectores no deben contradecir a los del sistema que los contiene. Esto nos remite a la noción de biomímesis que plantea la necesidad de “imitar la naturaleza a la hora de reconstruir los sistemas productivos humanos, con el fin de hacerlos compatibles con la biosfera”, es decir, de recomponer los sistemas humanos para que funcionen de la manera más parecida posible a cómo lo hacen los ecosistemas. Y éstos no buscan la maximización de valores sino que, por el contrario, desarrollan numerosos mecanismos de control (redundancias, bucles de retroalimentación negativa…) que hacen disminuir su “productividad”, pero que ayudan a preservar su integridad a medio y largo plazo.
Quizás, uno de los principales problemas a los que se enfrenta el hombre contemporáneo es que sus capacidades cognitivas no están preparadas para el mundo tan complejo que ha creado. En este sentido, el ensayista y financiero de origen libanés Nassim Nicholas Taleb asegura en su libro El Cisne Negro. Sobre el impacto de lo altamente improbable que nuestra evolución biológica nos permite adaptarnos perfectamente a un mundo (que él denomina “Mediocristán”) donde dominan los términos medios y hay pocos éxitos o fracasos extremos, pero no a un entorno como el actual (a “Extremistán”, en la terminología de Taleb) en el que se generan continuamente “bolas de nieve” (de forma tan rápida que es muy difícil saber cuál ha sido su origen y predecir su comportamiento) y donde recibimos tanta información que somos incapaces de procesarla. Hay que tener en cuenta que en las últimas décadas, psicólogos sociales, científicos cognitivos, neurólogos y filósofos han demostrado que el Homo sapiens sapiens es menos sapiens de lo que se pensaba y que la racionalidad no es un don natural de nuestra especie, sino más bien una meta hacia la que intentamos avanzar contrariando tendencias innatas muy potentes (tendencias que nos llevan a evaluar mal las probabilidades, a introducir vínculos causales inexistentes, a favorecer lo sensacional sobre lo realmente relevante…).
A modo de conclusión, en la fase final de su intervención Jorge Riechmann señaló que la preeminencia de la racionalidad ecológica sobre la racionalidad económica se justifica en términos contextuales si se acepta que, por un lado, el economicismo (con su lógica maximizadora) no es adecuado para un entorno -la bioesfera- en el que predominan los sistemas complejos adaptativos; y que, por otro lado, el programa tecnocientífico transhumanista (que considera que el desarrollo tecnológico permitirá que los seres humanos superen sus limitaciones biológicas -convirtiéndose en cyborgs- y puedan controlar su propia evolución) es poco plausible. Asumiendo que ya no estamos en un “mundo vacío” sino en un “mundo lleno” (ecológicamente saturado), la racionalidad ecológica defiende la autocontención y la autolimitación (único modo de frenar un crecimiento desbocado que nos puede llevar -si es que no lo está haciendo ya- al colapso) y plantea la necesidad de dejar de ver la naturaleza como algo separado de la sociedad humana que hay que dominar y explotar, de “desandar lo andado” para conciliar nuestro bienestar con el bienestar de la bioesfera.
Notas: 1.- En concreto, Javier Echeverría distingue doce tipos diferentes de racionalidades vinculadas a otros tantos tipos de valores -naturales o básicos, epistémicos o intelectuales, morales, religiosos, estéticos, militares, socioculturales, ecológicos, económicos, políticos, jurídicos y tecnológicos-, aunque admite que puede haber otras. [^]