Valor y miedo es un libro de narraciones que Arturo Barea publicó en la Barcelona de 1938. Su relato quinto, titulado Proeza, describe las consecuencias de un bombardeo en Vallecas ocurrido el 11 de enero de 1937. Barea ponía nombre a las víctimas y finalizaba el texto con una precisión: “El padre se llama Raimundo Malanda Ruiz. La madre se llamaba Librada García del Pozo (…). El avión era un trimotor Junker alemán. Los asesinos no tienen nombre” (página 25). Un juego de palabras que invocaba tanto la imposibilidad de calificar el hecho por su mortal gravedad como la oscuridad que amparaba para siempre a los causantes del daño, la imposibilidad de conocer sus nombres, de saber quién hizo lo que hizo.
La artista alemana Esther Shalev-Gerz propuso no hace mucho que figurasen los nombres de los verdugos y torturadores en los monumentos y calles, y no tan sólo los de las víctimas. Argumentaba que la víctima promueve identificación, compasión, un sentimiento que reside en el confort que aporta la distancia histórica, humaniza a los que sufrieron acciones deshumanizadas para exterminarlos mejor, a ellos y sus ideas (Les portraits des histoires. Marseille. Images en Manoeuvres Éditions, página 77), y sostiene que la inscripción de nombres de los responsables de crímenes contra las personas consigue lo contrario: un perdurable rechazo, porque el ciudadano vive en un Estado de derecho que condena aquellas actuaciones.
El pasado mes de enero Iván Navarro exhibió en el Espacio Matucana 100, de Santiago de Chile, su instalación ¿Dónde están? Tratándose de Chile, cualquiera podía imaginar que se trataba de saber dónde están los detenidos desaparecidos de la dictadura. Pues no, se trataba de lo contrario, el visitante debía hallar dónde están los responsables de la represión que escaparon a la justicia o al conocimiento público. Cada visitante ingresaba en la inmensidad de una sala hundida en la oscuridad armado con dos objetos, una linterna y un cuaderno de 30 páginas. El haz luminoso de la linterna permitía ver un repentino océano de letras sin sentido aparente, pegadas unas a otras, pero que el visitante podía recomponer en nombres y apellidos de centenares de agentes de la DINA, militares desleales o torturadores, dirigiendo la lámpara sobre cada letra hasta hallar un nombre perdido, olvidado, cuyo currículo y hazañas podía consultar en el cuaderno de mano: “Caulier, Pablo. Este oficial de Carabineros junto al coronel de Ejército Hugo Cardemil Valenzuela, además del suboficial de Carabineros Luis Alberto Hidalgo, son los responsables directos de la detención tortura y posterior desaparición de 15 detenidos en la ciudad del Parral”. Y así hasta más de quinientos personajes, para averiguar dónde están los otros desaparecidos y evitar, como decía Barea o sugería Esther Shalev-Gersz, que los asesinos no tengan nombre.
Los personajes de la dictadura que aún hoy dan nombre a calles o cualquier otro espacio público de nuestro país están en realidad desaparecidos. Nadie sabe quién es quién. Son nombres ejemplares y no debería exigirse su retirada, su descanso al fin y al cabo. Al contrario, su presencia en el espacio público debe mantenerse y ser explicada. Imagino el grupo de viviendas sociales Eduard Aunós con una breve aclaración en el panel con su nombre inscrito: “Eduard Aunós: 1894-1965. Secretario de Francesc Cambó. Ministro de Trabajo del dictador Miguel Primo de Rivera. Ministro de Justicia del dictador Francisco Franco (1943-1945). Bajo su mandato, 12.042 hijos e hijas de presos políticos fueron separados de sus padres y deportados a centros de internamiento religiosos o del Estado”. Los ciudadanos sabrán qué y quién le hizo ejemplar. Imagino otra calle, en el norte de la ciudad, cuyo nombre debería ser explicado: “Padre Pérez del Pulgar. 1875-1939. Jesuita. Creador del sistema de redención de penas por el trabajo para la explotación laboral de presos políticos durante la dictadura de Francisco Franco”. Y así tantos otros espacios, tantas otras calles.
Recuerdo haber participado en un debate televisivo en el que Josep Ramoneda, tras oír a un historiador franquista repetir que los franquistas jamás habían sido franquistas, le espetó: “Es curioso, nuestro país está lleno de ex comunistas; sin embargo, no existe ni un solo ex franquista a pesar de haber gobernado 40 años”. Contar sus méritos tal vez sea la única forma de evitar que su impunidad permanezca descansando en el espacio público de la ciudad.
* Ricard Vinyes es historiador.