Para poder hacer un análisis certero sobre las posibilidades de éxito del independentismo, hemos de estudiar al contrario. Un enemigo que utiliza todos los resortes del poder, con perseverancia y engaño, para mantener su dominio sobre una sociedad aletargada.
Querámoslo o no, además de padecer el dominio del ocupante con toda la potestad que proporcionan un ejército, una Constitución y un rey sacralizados y fuera de toda crítica, carecemos de una representación opositora que los denuncie y rechace públicamente. No hay en este momento representación política alguna que reclame en su programa la consecución de la paz social frente al único inductor y beneficiario de la crisis política y económica en la que nos encontramos incursos: el Estado español en todas sus ramificaciones.
Si no queremos engañarnos a nosotros mismos, tenemos que reconocer que el Estado ejerce su dominio, sabiéndose armado, mediante, cuando menos, los siguientes instrumentos:
– Monopolio de la información en España (la realidad de Euskal Herria no cruza el Ebro).
– Monopolio bipartidista de la política representativa (los dos partidos estatales monopolizan el ejercicio tanto del poder como de la oposición).
– Exclusividad en la elección del poder jurídico y consecuente control sobre la judicatura en su conjunto.
– Potestad interpretativa de la ley desde la fiscalía del Estado y asunción mimética de la misma por los magistrados.
– Potestad para determinar qué ideologías son defendibles y cuáles no (de hecho, está prohibido ser cargo electo si se tiene una tendencia política determinada).
– La antidemocrática y, en general, corrupta universidad; tanto en sus formas de selección del profesorado, como en los programas, materias y conceptos que en la misma se imparten.
Pero el mayor problema es ver a la supuesta oposición, que tristemente podríamos llamar local, admitiendo a este Estado, aunque con deficiencias, como democrático y de Derecho. Una oposición no resulta eficaz si no tiene claro que un Estado es de Derecho cuando cumple todos los requisitos para ello, y que el primer y esencial paso para llegar a una paz social es la responsabilidad propia del Estado.
Cuando las opciones políticas sedicentes opositoras no asumen que la responsabilidad primaria de la falta de paz social es del Estado gobernante, están haciendo dejación del mandato de los electores. Un posicionamiento diáfano en favor de un Estado democrático y de Derecho real, significa no sólo exigir dichas características al ejercicio del poder, sino establecer como condición para otorgarle dicha calificación que permita la libertad de ideas y que abra el campo para que sean expresadas y se puedan defender desde todos los ámbitos.
Al único que beneficia el silencio político, a cambio del supuesto medro de la organización partidaria y sus miembros, es al que se mantiene en el poder. Ese silencio, sirve y/o prima la pasividad política ante los desmanes del poder, da visos de veracidad a la manoseada frase “las leyes que nosotros nos hemos dado”, cuando en el mejor de los casos son emanadas de una Constitución que los vascos no aprobamos.
La aceptación en silencio de la disconformidad es la baza del enemigo, que trata nuestras ideas como amorfas, inconsecuentes e inalcanzables. ¿Cómo se va a querer lo que no se conoce, aquello por lo que no se lucha, o lo que no se defiende y reclama? ¿Tan ilógico es reclamar la desaparición inmediata de la escuela genocida que se experimenta en las Bardenas? ¿Por qué hay que aceptar el monopolio de la bandera institucional del régimen que se impuso al republicano, democráticamente instituido? ¿Acaso no es posible en España el cambio de régimen monárquico por otro consensuado verdaderamente? ¿Por qué no es alcanzable la reforma de una Constitución que permite salvajadas como la Ley de Partidos? ¿Cómo es posible seguir denominando democrático con deficiencias a un estado que encubre la tortura? ¿Jamás se podrá conseguir que desaparezcan los gastos militares y el ejército?
Son preguntas que un cargo político con un ideal democrático desde la oposición debiera lanzarlas con la fuerza de la convicción y a sabiendas de que cuenta con el respaldo ideológico de sus votantes. Su silencio convierte los anatemas de los gobernantes contra el derecho y la libertad, en falsos sinónimos de democracia.
Carecemos de una oposición que dé a conocer las deficiencias políticas de un sistema podrido desde sus infraestructuras. No vale solo con denunciar la Ley de Partidos.
Así, nadie parece sorprendido por la bien reciente declaración del Ministro de Interior de que se aumentará en 1.800 policías la plantilla para luchar contra el terrorismo a lo largo de los próximos ocho años. ¿Es que ningún político de la oposición aprecia que la noticia presupone un cálculo de ocho años sin soluciones ni medidas políticas?
¿Es que los electos vascos han asumido juzgar los efectos eludiendo las causas? Pero ¿es que existe algún problema político, económico o social, que pueda analizarse desconociendo u obviando las causas? ¿No es el Estado (políticamente hablando) el que se ha echado al monte, al tiempo que emplea el término para su opositor beligerante?