Acteal fue una masacre de Estado, cuyo principal responsable es el doctor Ernesto Zedillo Ponce de León, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos entre 1994 y 2000, tan masacre de Estado como lo fue Tlatelolco. Los ejecutores materiales fueron apenas instrumentos protegidos. Todo esto puede ser probado en derecho y en justicia.
“La liberación de los asesinos de Acteal y la pretensión de rescribir la historia de la masacre no son un acto de justicia: son la continuación de la guerra por otros medios”, escribió ayer Luis Hernández Navarro en La Jornada, en un lúcido artículo donde demuestra, sin dejar resquicio, cómo esta acción de la guerra sucia contra el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y las comunidades indígenas chiapanecas había sido anunciada por múltiples denuncias, precisas y documentadas, a lo largo de la segunda mitad de 1997.
Con desbordada y legítima indignación, de esas que salen del fondo del alma y no sólo de la pluma del escritor, José Blanco anotó también en estas páginas las siguientes líneas sobre el indecible fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación:
“No sabemos quiénes son los asesinos; ni los que usaron las armas ni los asesinos intelectuales. Nuevamente la impunidad reina. Se solicitan nuevas investigaciones para dar con los verdaderos asesinos. Acaso el proceso se reinicie alguna vez en algún punto. En tanto, la oligarquía local, la clase política que le sirve, los grupos paramilitares –carne de cañón indígena– continúan reinando como grupos dominantes que son, apoyados por instituciones federales, si la política así lo demanda, y los indígenas continúan su historia de explotación, de miseria, de desprecio, de discriminación y de muerte”.
Bárbara Zamora, abogada litigante, ha mostrado también en La Jornada cómo todos los procesos de instrucción en México están plagados de defectos y fallas procedimentales, que son la puerta abierta adrede para que la libertad o la condena de los procesados –culpables o no, poco importa– sea negociada fuera del ámbito de la justicia, la cual sirve sólo de tapadera. La impartición de justicia no está a cargo de un poder judicial independiente, condición primera de existencia de una república. Ha estado y está en manos del Poder Ejecutivo, federal o estatal. Es una atribución y un acto del príncipe, llámese éste, según sexenios, Díaz Ordaz, Echeverría, Zedillo o Calderón.
Hace una semana, el 10 de agosto pasado, Joan Baucells Lladós, profesor de derecho penal en la Universidad Autónoma de Barcelona, ex magistrado de justicia, y comisionado en una reciente visita a México de la Comisión Civil Internacional de Observación de los Derechos Humanos (CCIODH), escribió también en este periódico que, ante el fallo ya anunciado, sería indispensable entonces reponer la entera instrucción del proceso para encontrar inocentes y culpables. A lo cual agregó:
“Un auténtico estado de derecho no podría soportar que no fueran sancionados los funcionarios públicos responsables de las graves irregularidades que han fundamentado el amparo, no sin antes investigar cuáles fueron las razones que llevaron a estos servidores públicos a hacer ‘desaparecer evidencias’, ‘alterar la escena del crimen’ o ‘fabricar testimonios’. Y, sin embargo, todo el que tenga un mínimo conocimiento del sistema judicial mexicano, intuirá que nada de lo anterior llegará a suceder. A los ojos de la comunidad internacional el amparo de la Suprema Corte pone en evidencia que las esperanzas de justicia en Acteal sólo pueden fundamentarse en el recurso a los instrumentos de justicia internacional”.
Sí. Pero la urgencia del caso y la ilegalidad facciosa en que hoy el Estado mexicano se debate, se fragmenta y nos amenaza, demandan, además de esos instrumentos internacionales, órganos y tribunales de intervención jurídica más ágiles y de peso moral más inmediato y contundente.
Es preciso instaurar para el caso Acteal un tribunal autónomo y excepcional, de indiscutida independencia respecto de cualquier institución establecida y de alta e indiscutible autoridad moral ante la comunidad internacional y nacional.
Así fue el Tribunal Russell que juzgó y condenó los crímenes de guerra de Estados Unidos en Vietnam, del cual formó parte el general Lázaro Cárdenas del Río.
Es necesario un Tribunal Russell para Acteal, para esclarecer los hechos, revisar en su totalidad las actas procesales, precisar las irregularidades procedimentales y sus responsables, ubicar y juzgar tanto a los asesinos materiales como a sus mandantes y dictar una sentencia en derecho y en justicia.
Nadie iría a la cárcel, por supuesto, pues tal tribunal carece de jurisdicción. Pero su competencia para tratar y juzgar el caso Acteal estará basada en una alta autoridad moral y esa autoridad servirá, llegado el caso, para extender una invisible pero efectiva mano protectora para detener o contener futuros crímenes de Estado a los cuales el indigno y escurridizo fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación está otorgando una patente de impunidad.