Maragall afirmó que sin Catalunya no existiría Euskadi. Y viceversa, y sin ambas tal vez ni Portugal. El secular afán expansivo y asimilacionista del centro sobre las periferias peninsulares habría concluido mucho antes, con victoria del centro como en Francia, si la situación de partida no hubiera contado con tanta diversidad de inquilinos. Comerse a tres es más costoso que zamparse a uno solo, máxime cuando Castilla, o Madrid, su sucesor, jamás han sabido presentar y liderar un proyecto de modernidad al que adherirse, verbigracia la Revolución Francesa. Al revés, España fue contrarreforma, cien mil hijos de San Luis, legión Cóndor. Ahora es otra cosa, claro, pero jamás ha reconocido aquello que también fue, gracias a qué fuerzas retrógradas, a la ayuda de qué barbarie europea debe buena parte de su ser. España, sus dirigentes, sus artistas, sus intelectuales, no han pasado cuentas con sus ancestros. Que el nombre de Franco forma parte del terceto que empieza por Hitler y acaba por Mussolini es cierto en todo el mundo menos aquí. Sin purga y vergüenza -ni siquiera por las limpiezas étnicas de moriscos y judíos- los fantasmas oscuros del pasado siguen ahí, merodeando en el imaginario colectivo, invocados de paso, queriendo o sin querer. Por mucha democracia superpuesta con que se cubra, la parte del pasado no rechazada sigue viva en la historia de cualquier pueblo, empezando por el lenguaje y las cargas que arrastra.
Constituye, cierto es, una agradable novedad que todos los argumentos utilizados el martes en contra o a favor del plan Ibarretxe tengan marchamo democrático, sin amenazas ni alusiones al recurso de la fuerza. España se parece hoy más que ayer a Canadá, por citar un país avanzado y líder en resolución civilizada de sus tensiones. Sin embargo, persiste el terrorismo. Sin embargo, una arquitectura mental menos civilizada sigue conformando estados de ánimo que tienen mucho más que ver con la España eterna, periclitada en la realidad pero presente como tropa de fantasmas, que con Canadá. Y ése es precisamente el peligro para su continuidad histórica. Lo imaginario, simbólico y emocional que se presenta como cemento aglutinador desde el centro provoca rechazo hasta la náusea en lo periférico todavía no asimilado. No son los argumentos, insisto, de indudable, si bien importada, matriz democrática, sino el tono, la resolución imperativa de fondo, esos jamases tan solemnes como los del Escorial. Tras el “me gusta hablar de España”, están Colón y Ramón y Cajal, pero más laten ahí los Tercios, la Nueva Planta, Franco. Así será mientras no sean anatemizados.
No estaría completo el esbozo del panorama sin añadir la persistencia de los nacionalismos, tan inflexible el vasco y tan dúctil el catalán, por lo menos en apariencia. ¿Son un factor de modernidad? Tal vez en parte no, pero sí ponen a prueba una vez más la capacidad española de encauzar sus tensiones en positivo. ¿Funcionará esta vez o acabarán ganando las frustraciones y las incomprensiones? No está nada claro. Por una parte, la predisposición o conciencia de la necesidad de nuevos pactos y acomodos es bastante inferior a la de la transición. La crispación política puede subir en cualquier momento; en todo caso, el acompañamiento mediático presionará para que así sea. Para las arcas del Estado, éste es el peor momento de las últimas legislaturas para paliar de modo sustancial el déficit fiscal catalán. El doble derrumbe de la posición española, alzada con tanto esfuerzo en Europa y el mundo atlántico, es de un calibre mayúsculo y no sienta el mejor de los precedentes. En fin, que los nacionalismos no van a conformarse esta vez con unas condiciones en las que el neocentralismo, superpuesto a las autonomías, siga ejerciendo de juez y parte.
Según las reglas del juego democrático, al final deciden los votos. En este sentido, Catalunya debería ir más allá del bilateralismo vasco, operar bastante más en términos de centro-periferia que de Catalunya-España. El peso demográfico está junto al mar, no ya en el centro. Por lo que una parte importante, si no sustancial, de este otra episodio histórico que acaba de empezar, va a dirimirse según la capacidad que tengamos los catalanes de conjuntar intereses y concertar alianzas con las autonomías periféricas no históricas. Algo se cuece en este sentido, pero sin publicidad la fuerza es menor.
Se observa, si puede llamarse conclusión a un cúmulo de interrogantes, bastante incertidumbre en derredor. Si lo imprevisto es el primer motor de la historia, para bien y para mal, en todas las circunstancias y épocas, lo mejor que podemos hacer es aferrarnos al volante de los intereses e ir con cuidado en las curvas. Dar media vuelta o echar el freno de mano es ya imposible. Hay terreno por delante, pero es escabroso. El equipaje histórico es un lastre. Europa, con su horror a que la sangre se acerque al río, el mejor marco entre los posibles. Los ánimos cobran fuerza.
17.01.2005