Derechos individuales y derechos nacionales son incompatibles.
Pluralidad, multiculturalismo, transversalidad identitaria, humanismo cosmopolita, todas los proyectos emancipatorios del siglo XX parecen amenazados por bucles melancólicos y narrativas densas que allanan los impulsos idiosincrásicos y sofocan las libertades individuales. Frente a la tierra sagrada y las costumbres milenarias, la identidad postmoderna, dividida en astillas volanderas, cabe en un bolsillo o en una cartera: la tarjeta de crédito, la tarjeta de El Corte Inglés, la tarjeta de Air-Europa, la tarjeta de la empresa, la tarjeta del teléfono móvil. Contra las representaciones colectivas y las pantanosas memorias compartidas, bastan estos cinco diminutos cartoncitos para convertirnos en ciudadanos del mundo y poder dar lecciones a los demás.
Los que así razonan olvidan que a la mayor parte de la humanidad se le pide que aprenda a manejar un ordenador cuando todavía no sabe leer; se le pide que abandone el regazo del Estado cuando nunca ha llegado a tener uno; y también se le pide que cuestione la identidad y se eleve livianamente de la tierra aún antes de haber podido posar los pies en ningún suelo; se le pide, en fin, que se vuelva post-moderno sin haber pasado por la modernidad. Los que así razonan olvidan además que la libertad depositada en sus cinco cartoncitos no es el resultado de ningún ejercicio de libertad, no nació y no se mantiene a partir de una decisión individual sino al final de una intensa intervención sobre los territorios que determina a escala internacional un reparto desigual de soberanía nacional. “Los derechos de los ingleses están por encima de los derechos humanos”, esta frase del imperialista Disraeli resume la regla histórica cuya aplicación muchas veces violenta sigue permitiendo a las potencias occidentales hablar de derechos humanos y libertades individuales: el cosmopolitismo no es más que el nacionalismo victorioso de los que están protegidos por un Estado fuerte, la sublimación interesada de una hegemonía territorial. El cosmopolitismo, por decirlo así, es un derecho de los ingleses y de los españoles; el humanismo sin fronteras es un derecho exclusivamente nacional. Pero no hay ahí nada individual. Al contrario. Basta reparar en la reacción institucional y subjetiva en Europa frente a la inmigración y en la hospitalaria vulnerabilidad de Africa para voltear el tópico: los que viajan como individuos ven levantarse inmediatamente ante ellos rígidas barreras nacionales mientras que los turistas pueden entrar en todas partes precisamente porque no son tratados como individuos sino como ingleses o españoles. En el mundo hay nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles. Los únicos que son radicalmente no-nacionalistas -radicalmente individuales- son los inmigrantes, que arrojan el pasaporte al mar para que no les devuelvan a un territorio del que han sido expulsados y que no les reconoce ningún derecho nacional. Habría que ser muy cínico para ver en el cuerpo desnudo y vulnerable del inmigrante un triunfo del universalismo y el cosmopolitismo en lugar de una derrota del nacionalismo africano frente al nacionalismo europeo.
Democracia y nacionalismo son incompatibles.
Patriotismo constitucional, división de poderes, valores universales, la democracia misma, que sólo reconoce ciudadanos, parece amenazada por este vocerío de identidades esencialistas -vascos, catalanes, chechenos, palestinos, kurdos- que reclaman reconocimiento como sujetos políticos; es decir, que quieren decidir como vascos o chechenos y no como sujetos de razón. Los que así argumentan -por ejemplo, en nuestro país- olvidan que España no se creó a través del voto ni se mantiene a través de él sino mediante una violencia histórica que se prolonga, bajo distintas formas, hasta el presente; que no es obra del “consenso” consciente de sus habitantes sino de ese oscuro “plebiscito cotidiano” de Renan que reintroduce una y otra vez -con la inestimable ayuda de los medios de comunicación y los políticos- toda la densa opacidad de las costumbres y los atavismos “nacionales”. Los que así argumentan olvidan además que los nacionalismos débiles -el vasco, el catalán, el gallego- son tan jacobinos y liberales, si no más, que el nacionalismo español dominante; y que nuestros antinacionalistas nacionalistas -como Savater, Félix de Azua o Albert Boadella- prefieren conservar España, aún a costa de la democracia, antes que vivir en una democracia llamada Euskal Herria o Cataluña. Nuestros intelectuales cosmopolitas son en realidad españoles cosmopaletos.
Hay nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles. La evidencia es que no se alcanza la “españolidad” a través de la democracia sino que -al revés- se obtiene un cierto grado de democracia a través de la “españolidad”. Pero los límites de esa democracia están impuestos por la “españolidad” misma. La “españolidad”, por ejemplo, no es tan democrática como para españolizar a todos los inmigrantes ni para desespañolizar, si así lo quisieran, a los vascos. Aún más: si se trata de impedir la españolización de los inmigrantes estamos dispuestos a aceptar leyes racistas y campos de concentración inhumanos y si se trata de impedir la desespañolización de los vascos estamos dispuestos a silenciar o aplaudir la ilegalización de partidos, la tortura y la criminalización política.
La derecha tiene razón.
En 1923, durante las sesiones del IV congreso del partido bolchevique, Kalinin fijó la doctrina oficial de la Unión Soviética en la cuestión de los nacionalismos: “La política soviética debe tener como fin enseñar a los pueblos de la estepa kirguiz, uzbecos y turcomanos, los ideales del obrero de Leningrado”. Frente a él, Sultán Galiev, el comunista tártaro depurado por Stalin después de haber sido su adjunto en el Comisariado de Nacionalidades, había defendido la creación de una Internacional Colonial Comunista independiente y denunciado el rusocentrismo de la política oficial soviética, con el argumento bien fundado (como demostraban las palabras de Kalinin) de que “la sustitución en Occidente de la burguesía en el poder por el proletariado no provocaba ni provocaría ningún cambio en las relaciones del proletariado occidental con los países oprimidos de Oriente, pues esta clase heredaba la actitud nacional de la clase a la que había sucedido en el poder”. En vísperas de la descolonización, Galiev comprendía muy bien, por ejemplo, que la desislamización no podía ser la condición sino más bien la conclusión del comunismo; y que lo que él llamaba “naciones proletarias” debían elaborar su propio modelo de liberación. El error de Kalinin (“la actitud nacional” transversal a las clases sociales) tuvo pesadas consecuencias históricas. Basta pensar en la reacción del gobierno republicano español, durante la guerra civil, frente a las propuestas del comunista palestino Nayat Sidqi, empeñado en atraerse el apoyo de los independentistas marroquíes; o basta pensar en la posición de una buena parte de la izquierda francesa frente a la guerra de liberación de Argelia. El antinacionalismo esquemático de la izquierda -profundamente “nacional”- fue el que acabó confiriendo a la experiencia soviética todos los rasgos de un imperialismo clásico.
El capitalismo -no lo olvidemos- es un modelo de relación con el territorio o, mejor dicho, de apropiación territorial, a la que es contradictoriamente funcional la forma Nación-Estado. Bajo su hegemonía, tanto la sumisión como la liberación adoptan necesariamente un formato nacionalista. El nacionalismo, es verdad, masacró a millones de proletarios europeos en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, atizó el lebensraum nazi y el expansionismo fascista y alimentó y sigue alimentando todos los imperialismos: desde el colonialismo europeo decimonónico hasta el neocolonialismo de Hulliburton o Repsol. Pero fue el nacionalismo también el que hizo la revolución francesa, liberó al Tercer Mundo -al menos nominalmente- tras la Segunda Guerra Mundial y expulsó a los EEUU de Cuba.
La derecha tiene razón; comprende mucho mejor el carácter territorial de la lucha. Por eso, mientras condena los “nacionalismos”, no deja de alimentarlos selectivamente y utilizarlos a su favor. Mientras se pronuncia a favor del cosmopolitismo y contra las narrativas densas, sabe que la respuesta frente al nacionalismo debe obedecer a sus intereses económico-políticos. ¿Nacionalismos? Unos no y otros sí : el País Vasco no, Santa Cruz sí; Abjazia y Osetia no, Kosovo sí; el Kurdistán kurdo no, el Kurdistán iraquí sí; Palestina no, Eslovenia, Croacia, Bosnia, el Tibet… sí.
La izquierda debe hacer de derecho lo que la derecha hace de hecho. ¿Nacionalismos? Unos no y otros sí: depende del enemigo, los métodos y los objetivos. El reconocimiento de que la lógica de las clases y la lógica de los territorios se cruzan en el marco de la globalización capitalista debe llevar a un ejercicio de casuística responsable y lúcido. Hasta que sea la democracia (la pura ciudadanía) la que garantice de modo igualitario el acceso a los territorios -eso es el socialismo-, estamos obligados a ceder o a resistir desde territorios histórica y simbólicamente definidos. No hay más que nacionalismo y nacionalismos: nacionalismos fuertes y nacionalismos débiles; nacionalismos agresivos y nacionalismos defensivos; nacionalismos expansionistas y nacionalismos internacionalistas. A veces, es verdad, no es fácil encontrar la línea o no perderla; pero, como en el caso de la justicia, es fundamental empezar por reconocer su existencia.