Este importante asunto preocupó muchísimo avanzada la Edad Media, en un momento en el que, precisamente, en todas las religiones había personas preocupadas por agarrar el asunto de la fe, la resurrección, la divinidad y, sobre todo, la relación entre la palabra y la trascendencia. El temor era que los sujetos metidos en ese campo no pudieran salir de él y empezaran a decir cosas que nadie, ni siquiera ellos –lo cual parece ser la máxima aspiración de un teólogo– podían entender.
En el universo de las religiones los teólogos estaban muy jerarquizados, se los dejaba tranquilos, metidos en sus celdas y entregados a recorrer con el dedo, a la luz de mortecinas velas, escritos en los que, aparentemente, el propio dios de cada cual había escrito verdades tremendas pero que sólo ellos podían captar. Por supuesto, no se les exigía nada pero tampoco se daba mucha importancia a las conclusiones a las que llegaban; a lo sumo, algún alma piadosa les hacía llegar algún café, si eran musulmanes, un té, si eran judíos, un chocolate, si eran católicos o un mate si eran jesuitas que estaban en Misiones, Corrientes y el sur del Brasil, al final de la Edad Media por supuesto.
Casi al unísono, la preocupación se manifestó indirectamente durante el Segundo Congreso Interreligioso de Teología Comparada, que duró cerca de cuatro semanas y que tuvo lugar en Ankara, en mayo de 1254, cuando las tres religiones mantenían buenas relaciones entre sí y la Inquisición no había empezado a sembrar cizaña, con el peregrino argumento de que sólo había una religión verdadera que, casualmente, era la que ella representaba. Pero eso ocurrió un par de siglos después, lo que no quiere decir que durante ese congreso no se observaran manifestaciones perturbadoras de deterioro cerebral en casi todos los asistentes.
A decir verdad, el congreso estaba bastante bien organizado; cada religión tenía su cronista y, aunque no existía todavía la taquigrafía pero tampoco la desconfianza, las versiones que dieron, y que se conocieron cuando se celebró el Tercer Congreso, en junio de 1342, en la isla de Rodas, coincidían en lo principal: todos los teólogos presentes no sólo se enredaban en sus argumentos sino que los confundían, además de que les salía espuma por la boca cuando se les ocurría condenar alguna interpretación, especialmente si concernía a las mujeres, cuya existencia las tres religiones ignoraban. Los cronistas, respetuosos del gran saber de los teólogos, consignaban, consternados, que en la mayor parte de las intervenciones predominaba el disparate. Si bien cada uno debía registrar lo concerniente a su propia religión, dignos predecesores del periodismo objetivo no podían dejar de registrar las locuras que enunciaban con voz cavernosa los voceros de las otras dos, sin contar con que cada teólogo hablaba en su propio idioma, puesto que nadie manejaba el hitita, lengua que los organizadores habían previsto como oficial. Así, Nicéforo Comenio, “nom de guèrre” de Pedro López, el eminente teólogo catalán, se valía del aragonés, que en ese momento estaba apenas en formación, para sostener, con conmovedora pasión, que el santo prepucio estaba guardado en una hostia en las cuevas del Vaticano, bajo la celosa custodia de Benedicto XVI, el conocido Papa de las Cruzadas; Mosaico Jasidón, un hermeneuta de la secta de los farandúlicos, cuyo verdadero nombre era Jacobo Rabinovich, prorrumpió en una ardiente defensa de la irreprochable santidad de los ganaderos, con el argumento de la inocencia de las vacas, la estupidez de los pollos y la servicialidad de los caballos, en un dialecto hungárico, muy parecido al neocriollo; Vaticinio Mahomita, el respetado exegeta islámico, explicaba en lengua taína la imperiosa necesidad de erradicar el clítoris y poner en su lugar la próstata con el fin de terminar con las discusiones acerca del sexo de Alá.
Un testigo de tales reuniones (en el Congreso siguiente los ponentes fueron obviamente otros, Artilugio Caggino por la teología cristiana, Rabinario Bergino, por la escuela jerosolimitana, Amadinejario Rúsdico, por la Asociación de Suicidas Gustosos de la cuenca del Mediterráneo, entre otros), que había entrado subrepticiamente a las reuniones puesto que se había rechazado su inscripción a raíz de sus notorias declaraciones agnósticas, Ferraroto da Palermo, consultado por la prensa congregada en los pasillos del Congreso, a la sombra del Coloso, dijo lisa y llanamente, con una expresión que se anticipó varios siglos a su uso corriente, “son todos unos boludos”. Hubo periodistas, los del periódico escita “Muerte a Alejandro”, o los del diario mudéjar “No aflojaremos”, o los de la revista manuscrita y, prodigiosamente oral al mismo tiempo, “El Talmud no hay otro”, que no entendieron la expresión pero la consignaron igualmente, de modo que investigadores posteriores hallaron en esas transcripciones mucho material para entender por qué la boludez, como concepto, puede estar ligada al desgaste cerebral provocado por un continuado ejercicio de la incoherencia.
Lo curioso es que nadie encerró a los teólogos en casas de salud en las que, separados de esos papeles, sin obligación ninguna de andar justificando sus respectivas creencias, pudieran reponerse de la generalizada estupidez que los había sometido durante décadas. Pero también es curioso que el fenómeno del desgaste haya continuado hasta nuestros días: no ha habido congresos como aquéllos, es cierto, pero en cambio hay teólogos –la novedad es que también hay mujeres que dicen similares incoherencias, tal la beata Carriduria: cruz in pectore amplio, imita al viejo Jeremías en su convocatoria, que hace porque sí, sin que nadie se lo pida, a la ruina, al latrocinio y al desastre– que salen a decir cosas sin ton ni son por la televisión o en actos públicos; farfullan sus incompetencias –evidente manifestación de fatiga cerebral– y hay algunos que las escuchan. El público se divide en dos: los que encuentran atractiva la insuficiencia mental y se dejan seducir por ella, y los que se ríen sarcásticamente. Aquéllos son herederos de la grey de bloqueados mentales que se formó hace tiempo, en los albores de la civilización, y que siempre está amenazando con terminar con ella; éstos siguen la tradición del mitológico Ferraroto da Palermo que, inconmovible, sigue en sus herederos oponiendo una verdadera barrera a las nefastas consecuencias del desgaste cerebral de los teólogos.
* Escritor y crítico literario. A sus numerosos ensayos y ficciones acaba de sumar un trabajo conjunto con el artista plástico Yuyo Noé, En el nombre de Noé.