La sociedad progresa, evoluciona, va cambiando de una manera casi imperceptible debido a que lo hace como lo harían unas piezas de engranaje perfectamente acopladas las unas a las otras, sin que ninguna de ellas llegue a destacar excesivamente sobre el resto en su avance.
Se observa en tal evolución social que dicho término no tiene por qué ir relacionado con los de mejora, mayor calidad de vida, igualdad de oportunidades, libertad de expresión o mayor capacidad de decisión ciudadana, sino que resulta ser el mecanismo perfecto para adormecer a la sociedad haciéndola caminar en una única dirección siendo prácticamente imposible que alguna de las piezas del engranaje salte debido a presiones insostenibles, rompiendo así la cadencia de la evolución y despertando, tal vez, nuestras conciencias.
No es la nuestra una sociedad de revoluciones y menos aún si nos comparamos con otras en las que las desgracias personales son la tónica general día tras día. Pero toda sociedad, sea cual sea su situación en el presente, aspira a mejorar, a recuperar los derechos perdidos, a ser escuchada, máxime cuando desde su seno nacen movimientos de diferente índole que reclaman cambios a nivel social, político, laboral o medio ambiental. Los movimientos sociales son, en muchos casos, la voz de una parte de la sociedad que, en su avance inconsciente hacia un supuesto futuro mejor, apenas puede pararse, mirar atrás y discrepar sobre lo que se va encontrando en su camino. Pero, ¿quién tiene tiempo de escuchar a esos movimientos o de participar en ellos? ¿Los directamente afectados por alguna situación en concreto, razón de ser del movimiento en cuestión? ¿O aquellos otros que temen “quedarse en el camino” si levantan demasiado la voz?
Karl Marx dejó escrito que los conflictos son el motor que hace avanzar a la sociedad, conflictos de clases que provocan revoluciones y unos previsibles cambios histórico-sociales. Su teoría podrá resultar un tanto anticuada en pleno siglo XXI y considerar que sólo una revolución puede acabar con determinadas circunstancias sociales y políticas actuales provocará la risa a más de uno. Pero los conflictos se siguen dando, hoy en día de forma paralela a la generación de intereses políticos y económicos de un sector importante de la sociedad que desea ver aumentado su poder con respecto al resto de clases sociales menores, o lo que sería lo mismo, las clases media y baja. Se dan incluso entre aquellos que aseguran ser nuestros representantes y que toman decisiones en nuestro nombre cuando la mayoría de veces ni tan siquiera sabemos con exactitud sobre qué se ha tomado dicha decisión, cuáles serán sus consecuencias inmediatas y hasta qué punto nos afectará a nosotros.
La sociedad vasca también tiene sus propios conflictos y el patrón social anteriormente explicado es aplicable en nuestro caso, siendo la proliferación de movimientos sociales una prueba fehaciente de la disconformidad actual. No obstante muchos de estos movimientos no llegan a provocar un cambio social destacable, y si lo hacen será de una manera efímera y susceptible de ser rápidamente neutralizado. Comprobamos así que la evolución de la sociedad vasca sigue “por buen camino”, sin que ninguna de sus piezas salte resultado de una toma de conciencia por parte de los ciudadanos, conciencia que, en la realidad que nos toca vivir, se encuentra sedada y, en el mejor de los casos, latente.
No es esta una sociedad de revoluciones a la antigua usanza, ni falta que hace, pensarán muchos. Tal vez la verdadera revolución comenzase en el momento en el que tomásemos las riendas de nuestras vidas, decidiéramos por nosotros mismos y nos hiciéramos escuchar. En el instante en el que tuviéramos las ideas claras, valorásemos lo que somos y sobre todo lo que tenemos y por qué lo tenemos, y si realmente lo necesitamos. O lo que sería lo mismo, el momento en el que, aun teniendo entre nuestras manos un móvil de última generación, no nos sintamos dueños y señores del universo, porque no lo somos.