Reconozco mi ignorancia acerca de las cualidades que puedan esconderse en las entrañas sublimes de un cohete, y, menos aún, los efectos alucinógenos que produce en quienes gozan del destino de explotarlo en los días de fiestas populares. Ni adrede, ni pensando mal, hubiera caído en la cuenta de que un elemento pirotécnico de apariencia tan simple generase en las vísceras de las gentes tantas y variadas efervescencias, espirituales como materiales.
Por ello, resulta extraño que no haya sido estudiado por algún departamento universitario. Pues, si algo ha caracterizado a cierta investigación en estos últimos años, es haberse dedicado a analizar cosas importantísimas que sólo interesaban a dos personas, como esos artículos de antaño que escribía el asmático, sintácticamente hablando, Sánchez Ferlosio.
Es imposible que, desde la denominada antropología cultural, no se hayan hecho tesis doctorales desarrollando temas como “El cohete: una apuesta multicultural y globalizada”, “Tradición y modernidad del cohete”. Y ya no digamos desde la política: “La transversalidad política del cohete en Euskadi”, “Derechas e izquierdas ante el cohete”; “¿Es el cohete nacionalista o cosmopolita?”; “¿Constitucional o foralista el cohete? Ni lo uno ni lo otro: aporía de la fiesta”.
Y ya no digamos ensayos y creaciones desde la inspiración literaria y ensayística: “La vanguardia del cohete: estilos y formas”, “Conversaciones entre coheteros”, “Vida de un cohete contada por él mismo”, “Nunca me dejaron tirar el cohete”, “Balada triste del cohete que nunca explotó”, “La culpa la tuvo el cohete de Puente”.
No sé qué poder tiene el cohete de las fiestas populares pero, repasando la prensa veraniega, deduzco que mucho. Pues algunas reflexiones que inspira dicho petardo son tan profundas como un cogito ergo sum cartesiano.
Los entrenadores de fútbol hablan de una “filosofía” del club al que pertenecen, sin especificar si es una filosofía inspirada en Kant, Hegel o, como dirían Faemino y Cansado, en Sören Aabie Kieerkegaard, mayormente. Pues así podrían hacer quienes largan del cohete. Si un club de fútbol tiene su filosofía, que ya es decir, ¿cómo no la tendrá un cohete que vuelve epiléptica perdida a la ciudadanía en la plaza del pueblo? Desde luego, un cohete produce más filosofía bardenera que cualquier discurso de Miguel Sanz, quien, citando a Mortadelo y Filemón, ha descubierto que empieza mal lo que termina bien, o viceversa.
Las frases siguientes podrían pasar por apotegmas de Schopenhauer, pero no lo son. Son de personas corrientes y molientes, las cuales, acuciadas por el contacto de un cohete, entran en coma inspirativo y conspirativo, y las sueltan como Kant sus juicios analíticos. Las he tomado de distintos periódicos y las dejo suspendidas en el aire del anonimato, pues su propiedad intelectual es del pueblo.
Hoy día se habla mucho de déficit democrático. Tanto que es muy difícil encontrar a dos personas -y menos si se trata de Peces Barba y el obispo Cañizares- que acuerden señalar cuáles son los síntomas definitivos de tal carencia. Sin embargo, el cohete, y su filosofía adhesiva, bien podría servirles como termómetro para medir esa salud democrática a la que aspiran.
Fijémonos en que todos los grupos políticos están de acuerdo en que tirar el cohete de su pueblo es la cosa más grande. Ningún otro asunto concitará tanta unanimidad entre los ediles de un municipio. No extrañará por tanto que uno de estos grupos, al que un alcalde le negó tirarlo, se sintiera justamente indignado porque, en su sosegada opinión, “es signo de déficit democrático profundo cuando a un grupo político se le margina y no se le deja lanzar el cohete”. Lo que yo decía. Un simple cohete revela a la sociedad entera su déficit democrático mucho más que un libro de Habermas y ya no digamos una circular de la Confe Episcopal.
Por todo ello, me temo que quienes han elaborado los manuales de la futura asignatura de la Educación para la Ciudadanía no habrán contemplado en su desarrollo el epítome cohete como instrumento ético y dialéctico para determinar la temperatura democrática de los pueblos y ciudades. Grasiento error y dejación curricular gravísima. Máxime si otro experto en cohetelogía sostiene que “lanzar el cohete es de lo poco bueno de la política”. Más todavía: “Es lo mejor que me ha podido pasar en todos estos años que llevo en política”.
Supongo que ahora se entenderá mejor la faena que le hacen a una persona si le privan de semejante golosina psicológica. ¿Qué le quedará a este pobre desgraciado después de una legislatura entregada en cuerpo y alma al servicio público como concejal, si no remata la faena lanzando el chupinazo de la fiesta? Es que no le queda nada, oiga. Nada. O peor aún: sólo insomnios, cabreos y mala sangre. Pero, en cambio, si tira el cohete, ¡ah, amigo!, todos los sinsabores de la legislatura se le esfumarán como por ensalmo.
Por supuesto que hay más frases que merecerían un estudio psicoanalítico, pero yo no soy psicoanalista. Así que me limitaré a consignarlas. Son sentencias en las que quien las pronuncia cifra su “honor personal” en lanzar o no lanzar el cohete, porque, dice, “ese momento es único”, “un instante mágico”, “inexplicable”, “de los que hay que vivir para saber de qué va”. Seguro que sí. Por eso, no extrañará que alguien confiese con pícara candidez que “el cohete me pone”.
Si es así, y yo no soy quién para dudarlo, pues nunca he tirado un cohete, se explicaría bien la cerrazón mental democrática de quienes, teniendo “el poder de ponerse” tan fácilmente, se nieguen a compartir con otros dicha efervescencia molecular intransferible, y, menos aún, si son del orgasmo, digo, del bando político contrario. Resulta, en verdad, muy comprensible.