Estos días han sido muy negativos para vascos y catalanes en el terreno deportivo. El descenso a segunda división de la Real Sociedad y la pérdida, por parte del Barça, de una liga que parecía tener ganada con mucha antelación han abatido el ánimo de mucha gente, incluso de aquella que no es aficionada al fútbol. Y es que estamos hablando de dos clubes que, más allá de la simpatía mutua que siempre se han tenido, pertenecen a dos naciones inmersas en un conflicto político secular con el Estado español. Estamos hablando, por lo tanto, de unas entidades que, con todos los matices locales que se quiera, trascienden el ámbito deportivo para entrar de lleno en el político. Y es que pocas cosas hay en este mundo tan políticas como la liga española. Los aficionados del Getafe querían que el Real Madrid o el Sevilla ganaran la liga para que ésta quedara en manos españolas; los aficionados del Nàstic de Tarragona querían que la ganara el Barça para que el título continuara en manos catalanas, y los aficionados del Barça, que son millones, lamentaban que el Nàstic y la Real Sociedad perdieran la categoría porque la perdían equipos de Cataluña y Euskal Herria.
Cataluña y Euskal Herria, sin embargo, son países de preguntas recurrentes. La incapacidad que catalanes y vascos hemos demostrado para solucionar nuestros problemas a lo largo de los siglos nos empuja continuamente a debatir cuestiones que los pueblos normalizados hace ya tiempo que dejaron atrás. Nos interrogamos día tras día sobre nuestra identidad, nuestra lengua, nuestros derechos, nuestros símbolos… Sólo por eso, por la necesidad vital de salir de una vez por todas de ese circulo vicioso y profundamente insano, ya estaría más que justificada la recuperación de nuestra independencia política. Y el Barça, que con más de 106.000 socios es la entidad deportiva más importante del mundo, no es ajeno a todo eso. La prueba es que pasan los años, pero el debate sobre su dimensión extradeportiva -el hecho de ser más que un club- se mantiene inalterable. Quizá es que nuestra inmadurez colectiva se caracteriza por dar vueltas siempre al mismo tema haciendo ver que reflexionamos cuando en realidad sólo pretendemos ganar tiempo para no tener que llegar a ninguna conclusión que nos obligue a tomar una decisión.
Pues bien, digámoslo otra vez: el Barça es más que un club porque representa a un pueblo sin atributos, un pueblo carente de reconocimiento jurídico y de proyección internacional. Así era en la época de Franco y así es en el llamado Estado de las autonomías. Es lógico, por tanto, que el Barça continúe siendo el canalizador de todas las frustraciones catalanas. Sus victorias son nuestras victorias y sus derrotas son nuestras derrotas. Eso explica la presencia en la calle de un millón de personas, el año pasado, para agradecerle la consecución de la Liga de Campeones. Pero también indica el grado de infantilización a que hemos llegado, ya que no nos damos cuenta de que la causa que motivó esa explosión de alegría fue exactamente la misma que nos embargaba cuando celebrábamos las victorias bajo el yugo franquista. Me refiero al recurso del impotente, al éxtasis deportivo como elemento compensador de la subordinación política.
Es cierto que se ha producido una recatalanitzación del Barça desde la llegada de Joan Laporta. Sin él, Joel Joan nunca habría podido gritar “¡Visca uns Països Catalans lliures!”, desde el centro del estadio, ni allí, como ocurrió el año pasado, se habría celebrado jamás un acto del Correllengua -una iniciativa surgida en 1993, en Mallorca, e inspirada en la Korrika vasca, que cubre todo el territorio de los Països Catalans-. Pero los catalanes no hemos aprobado ni una sola de las asignaturas propias de un pueblo adulto, y ese déficit de madurez y de reconocimiento social, por paradójico que parezca, ha terminado por constituir la base de la grandeza extradeportiva del Barça. Es decir, que la grandeza de la entidad y la representatividad que le otorgamos son inseparables de nuestra anormalidad política. El Barça es más que un club porque nosotros somos menos que una nación. Si nos diéramos cuenta de que la independencia no es un privilegio sino un derecho y que, por consiguiente, debemos ejercerla en lugar de pedirla, comprenderíamos también que las victorias del equipo son un regalo envenenado que nos aleja sibilinamente de nuestras responsabilidades nacionales. La normalización de Cataluña o de Esukal Herria pasa por tener selecciones nacionales propias, y son ellas -no una entidad deportiva- las que han de cohesionar y proyectar las naciones catalana y vasca internacionalmente.
Mientras eso no llegue, el Barça -o cualquier equipo vasco- estará sometido a todo tipo de presiones. Recordemos, en este sentido, la presencia del rey de España y de José Luis Rodríguez Zapatero en el palco del estadio de Saint-Denis, en París, el año pasado, con la postergación del presidente de Cataluña -que ni tan sólo había sido invitado- o la supresión de los parlamentos de los jugadores el día de la celebración de la Liga de Campeones en el Camp Nou. Huelga decir que lo que realmente interesaba al rey de España y a Zapatero no era el partido, sino poder transmitir al mundo, a través de sí mismos, que el Barça es un club español y que españoles son sus triunfos y sus copas. En cuanto al tema de los parlamentos, la empresa encargada del sonido ya explicó que había cinco micrófonos disponibles y que sus equipos no sufrieron ninguna avería. Cosa, por cierto, que todavía hace más evidentes las presiones políticas -internas y externas- que recibió el club ante la eventualidad de que algún jugador pudiera manifestar su “no” al fraude del Estatut o hacer alguna referencia, directa o indirecta, a los Països Catalans. Todo eso nos viene a decir que la enorme carga simbólica del F.C. Barcelona o de los equipos vascos, por muy vivificante que nos parezca, difícilmente hará de ellos lo que no son: una auténtica selección nacional. Ese es un partido que no se gana con los pies, sino con la conciencia.