Hace poco presentamos una biografía atípica de Fidel Castro, atípica por eso de que incidía en los aspectos cercanos del líder cubano y pasaba de puntillas sobre esos más habituales, los políticos. La autora, Katiuska Blanco, no pudo asistir a la presentación y en su lugar llegó el representante cultural de la Embajada cubana en Madrid. Lo recogí en el aeropuerto de Hondarribia, a primera hora de la mañana.
Era un hombre entrado en años, con barba cana, desaliñado con la corbata para la ocasión, despistado, escritor y creo que poeta, que nunca había estado antes en el País Vasco. Recorrimos en coche las cercanías, pasamos hasta Sara como si fuéramos contrabandistas y nos mezclamos con un día metido en brumas.
Las raíces y las ramas de los bosques de Ainhoa parecían dispuestos para la ocasión. Jamás lo hubiera imaginado: la naturaleza como aliado. Volvimos y visitamos Itzea. Y un poco más allá, recuerdo, me anunció que había quedado con Eva y Alfonso. “Estoy un poco nervioso”, se sinceró. Pero no por la presentación del libro, sino por la cita con Eva. Conocía su historia, sus escritos y su compromiso. La admiraba profundamente.
Presentamos el libro y Eva amparó al delegado cultural. Se perdieron entre las calles de la Parte Vieja, camino del parking. La lluvia se apoderó de la plaza de la Constitución y me refugié bajo los arcos. Conocía a Eva desde hace muchísimos años y la sentía tan cerca, tan complicada con sus trabajos, denuncias y, sobre todo, con la edición de sus hermosos libros, que nunca había podido sentir las admiraciones que expresaba el cubano. Cuando tenemos alguien tan notable a nuestro alrededor, cuando sabemos de ellos, de que jamás nos defraudarán, la cotidianeidad nos va convirtiendo en una familia, una gran y bien avenida familia. Y, refugiado de la lluvia entre los arcos, concluí que entre nosotros, las referencias apenas si tienen importancia, y son los que vienen de fuera los que nos dan esos toques de reflexión.
Eva llegó a la República del Bidasoa desde el compromiso. Desde la humildad y el anonimato. Eran tiempos de mucha letra y poca actividad. Eva apostó por la actividad. Y cuando la actividad le fue negada con la cárcel, cuando luego se convirtió en acomodo para otros, Eva apostó por las letras. Nos legó, en la clandestinidad, el referente de toda una generación, el por qué de la ejecución del Ogro, el delfín del tirano, el símbolo de los años más oscuros del siglo XX. Siguió recogiendo testimonios, abriendo una brecha en la desvergüenza, denunciando la tortura. Y concluyó con su gran proyecto editorial, Hiru. Editando, corrigiendo, traduciendo, metiendo los libros en sobres e incluso vendiéndolos.
El modelo editorial de Eva era un modelo político. Probablemente alguien no lo entienda y quizás debiera decir pre-político, dadas las sensaciones peyorativas que emanan de semejante afirmación. Me refiero a un modelo integral, donde no existen esas escaleras y esos pedestales que tanto daño hacen a la izquierda. La recuerdo en las ferias, en su casa haciendo paquetes, exultante por haber publicado en castellano a un Nobel de Literatura, cuando el resto lo había desdeñado por rojo. La recuerdo discutiendo, como buen militante, renegando, apoyando. Con criterio. Era Eva. La teníamos en casa y debían de venir del otro lado del Atlántico para recordarnos que nosotros, también, le debíamos admiración. Y si la eternidad existiera deberíamos añadir que esa admiración sería eterna.