El italiano Ildebrando Antoniutti, que fue el nuncio del Papa ante Franco, primero durante la guerra y luego en la época en que la Santa Sede abrió las puertas al Opus Dei, tiene un parque en Pamplona, con pista de patinaje. Casualidades de la vida, o no, fue el mismo Antoniutti quien extendió otras puertas de oro, siendo cardenal, a Marcial Maciel y su Legión de Cristo, hoy la extrema derecha del ya de por sí escorado a estribor navío vaticano.
En 1961, en pleno franquismo, el ayuntamiento de la capital navarra nombró a Antoniutti hijo adoptivo de la ciudad, como antes lo había hecho con el obispo Olaechea, quien bendijo verdugos y canallas en 1936 y miró para otro lado cuando se abrían las fosas y se rellenaban cunetas con las esperanzas republicanas. No es de extrañar que también fueran “adoptados” para la ciudad por los concejales pamploneses hasta el mismo dictador Franco y el fundador de la primera de las sectas citada, Escrivá de Balaguer.
No debe de sorprender porque por aquellos años la impunidad era total (¿eterna?) y también se hacían barbaridades urbanístico-ideológicas; y así edificaron al final de la Avenida de Carlos III uno de los monumentos más carismáticos y colosales de la España infame, el Monumento a los Caídos, reconstruido por el Ayuntamiento democrático (¡qué dolor!), en “Sala de Exposiciones Municipal Conde Rodezno”. Conde de Rodezno que tenía nombre, el de Tomás Domínguez Arévalo, golpista junto a Mola y valedor de la sarracina franquista. Domínguez Arévalo, nombrado por Franco ministro de Justicia en 1938, cuando el estado fascista sentaba sus bases y eliminaba físicamente a todos sus oponentes políticos. Hoy, los restos de Mola, junto a los de Sanjurjo, otro golpista al que la República había perdonado su traición, reposan en el monumento a la intolerancia que tanto veneran los intolerantes navarros, falangistas modernos a los que el arzobispo Sebastián Aguilar ha hecho más que un guiño: los ha convertido en su opción política.
Tampoco me extraña. En las últimas semanas he accedido a varios fondos fotográficos del AHN hispano y las manos alzadas al estilo fascista (Hitler, Mussolini y Franco) son el saludo habitual de la jerarquía católica en sus retratos terrenales. Y, nobleza obliga, el Papa polaco elevó a los altares a unos cuantos españoles muertos en la guerra civil, del lado franquista off course, y ahora el prusiano, el de las juventudes innombrables durante su mocedad, llevará a 498 mártires (1934-1937) a las alturas. “Vosotros sois la luz del mundo”, ha dicho sobre ellos la Conferencia Episcopal.
No hay curas vascos fusilados entre los mártires de Benedicto. Es más, Martínez Camino, portavoz episcopal, dice desconocer que existan curas vascos fusilados. Ya nos percatamos, no hace falta que nos lo recuerden, que Pedro Narbaiza (muerto en el exilio de Cuba), Francisco Aguirre (en México), Manuel Madariaga (en EEUU), Domingo Totoricaguena (en Perú), Francisco Bilbao (en Inglaterra) y una interminable etcétera de curas no franquistas que huyeron atropelladamente para no ser fusilados como sus compañeros Aitzol, Onaindia o Iturricastillo, no cuentan para nadie porque su memoria está cubierta por tierra lejana. Por ese camino ya sabemos que ninguno de ellos (algunos navarros por cierto) jamás darán el nombre a una plaza, una pista de patinaje o un parque de Pamplona. José Otano Miquéliz, de Lerga, entre ellos. Lo mataron en Hernani, y vaya usted a saber dónde están sus restos, aunque ya les puedo asegurar que no en la Sala de Exposiciones Municipal Conde Rodezno. En 1936 relegaron a Otano al infierno y de ahí no saldrá por los siglos de los siglos. Y es que… con la Iglesia hemos topado.