Se da por hecho que el denominado Estado liberal puso a la Iglesia católica en su sitio, particularmente cuando le arrebató las propiedades inmobiliarias que durante siglos había logrado controlar la citada institución. La realidad exige, sin embargo muchas matizaciones al respecto. Las reformas introducidas por el sistema constitucional español, lejos de obligar a la iglesia a retirarse al terreno de lo privado, convirtió a ésta en un pilar fundamental del Estado mismo. La Iglesia fue una parte fundamental en la constitución y desarrollo de los estados europeos en otras épocas históricas. El Clero llegó a pretender ser el director fundamental del Estado mismo, no sólo marcando las pautas de carácter ético a las que el Estado y el conjunto de la sociedad debían amoldarse en valores y comportamiento, sino, incluso, pretendiendo asumir la dirección misma de la organización estatal. El clero en general –y especialmente el alto- se benefició de una parte importante del excedente de trabajo y producción que correspondía pagar al campesinado y al conjunto de las clases productivas de la sociedad, mediante imposiciones como los diezmos y otras rentas que han sido denominadas donaciones. El conjunto de estas rentas se justificaba por la alta función que pretendía desarrollar la institución eclesiástica, como intermediaria entre Dios y la sociedad, y aunque es verdad que el evangelio aconsejaba a los más consecuentes seguidores de Cristo la no preocupación por atesorar los bienes materiales que pudiera destruir la polilla, ni papas, ni obispos, ni abades, creyeron a pie juntillas tal consejo. La institución eclesiástica controló los más grandes recursos materiales en bienes de consumo y en otros menos necesarios que se concentraron en edificios religiosos de todo tipo, en la mayoría de los casos en bienes suntuarios y de lujo insultante, por lo que suponía de despilfarro en medio de una sociedad que con mucha frecuencia era deficitaria en alimentos y equipamiento para la vida y trabajo.
Los historiadores eclesiásticos y muchos de sus seguidores defienden que todo ese conjunto de rentas era resultado de la piedad de los pueblos, profundamente religiosos. Se resisten a aceptar que en la mayor parte de los casos respondían a la imposición de un estamento que disponía de medios de coacción muy fuertes. Es innegable que las sociedades históricas han sido profundamente religiosas, lo que no quiere decir otra cosa, sino que sentían su vida dependiente de instancias no humanas que vigilaban su vida y controlaban al individuo tras la muerte. Constituye éste un hecho universal que ha permitido a quienes se erigieron en intermediarios entre Dios y los hombres, constituyéndose en uno de los grupos privilegiados más importantes en el seno de toda colectividad. Lo que merece cuestionarse es la disposición voluntariosa de quienes no formaban parte del clero a renunciar a importante parte de sus bienes en beneficio de un sector social que vivía en la opulencia y despilfarraba la riqueza. Pido que no se me recuerde la existencia de importantes sectores clericales que vivían pobremente y, con mucha frecuencia, atendiendo las necesidades de los necesitados. En el esquema de la organización clerical tales sectores constituyen la otra cara de la misma moneda en la que se apoyaba el alto clero para justificar su tren de vida y acumulación de riqueza. Lo que importa destacar era la necesidad sentida por la gente normal de propiciar a las fuerzas sobrenaturales con el fin de que atendieran sus necesidades más perentorias; las que afectaban a la supervivencia y a la salud. Nunca la Iglesia católica renunció a esta función de propiciar el bien material de sus creyentes. Éstos aceptaban la donación y el expolio atendiendo a su circunstancia personal y esperando que el cielo fuese compasivo. Claro que en la cercanía de la muerte –y como un medio de asegurar una acogida en el más allá- la generosidad del creyente se intensificaba y el dinero que se daba a los curas podría transformarse en bienes espirituales que -se supone- resultaban más útiles de esta manera a quienes ya no podrían gozar de los materiales. En cualquier caso es necesario insistir en los conflictos que se sucedían permanentemente entre clero y fieles por la entrega de muchas rentas, que mermaban la capacidad de alimentación de individuos y familias. Que no olviden esta realidad quienes tienen la propensión a mirar a las viejas sociedades como idílicas y equilibradas gracias a la acción permanente de la iglesia.
A pesar de todo lo dicho, no es posible ignorar que la recaudación de riqueza por el clero podía estar sometida a ciertos controles. De hecho la organización eclesiástica atribuía estos recursos mediante una estructura organizativa de mayor complejidad que la existente en la actualidad. La parte más importante de los recursos eclesiásticos era la procedente de los diezmos y primicias que correspondían a una parroquia. El alto clero secular desviaba gran parte de los diezmos a canonjías y obispos como partícipes de los mismos. El conjunto del clero, por lo demás, se beneficiaba de capellanías y fundaciones exclusivamente religiosas. Los miembros del clero secular disfrutaban de unas rentas concretas, adjuntas al cargo eclesiástico de que disfrutaban, todas ellas de diversa rentabilidad. Sobre tales rentas nadie disponía salvo el beneficiario directo. Esta es la razón de que existiese toda una administración paralela a la civil, incluso con sus propios tribunales diocesanos y metropolitanos, que entendía en los conflictos que pudieran presentarse por cuestiones de acceso a los diferentes cargos eclesiásticos y rentas correspondientes. El derecho canónico se ocupaba de todo ello. Conviene insistir que el acceso a determinado cargo, o disfrute de renta, tenía lugar de acuerdo con una normativa muy precisa, sin que el obispo, ni ningún otro cargo, pudiesen disponer a su arbitrio. Otro elemento básico del sistema lo constituían los denominados patronos laicos, fundadores de cargos y sus sucesores, parte fundamental en designación de cargos y administración de rentas.
Lo que antecede debe ser tenido en cuenta a la hora de entender la realidad de los bienes religiosos existentes en Navarra. Como ha destacado Esparza Zabalegui –y constituye esto un hecho irrefutable- tal patrimonio, no solamente ha sido financiado por el Pueblo navarro, sino que el mismo es su dueño auténtico. No nos vamos a referir ya a la Catedral de Pamplona –Santa María la Real, repare bien en este apelativo Fernando Sebastián, que no dice la episcopal- así como los monasterios más importantes de Navarra –Real Monasterio de Irache, de la Oliva ¿para qué seguir? Todos ellos fueron realizados por el Estado navarro y es el escudo de Navarra el que llena bóvedas jambas y capiteles en el conjunto de ellos. Los de obispos y abades son simples acompañantes. ¿No se encuentra el panteón de gran parte de los reyes Ximeno en Leyre y el de parte de estos y otras dinastías navarras en Santa María la Real? Si descendemos a las iglesias locales todas ellas han sido erigidas por los patronos laicos, que en la mayor parte de Navarra eran los mismos pueblos, correspondiendo el cargo de cabildo civil a la representación municipal, como representante de quien erigía y mantenía el edificio, del que el cabildo eclesiástico era un mero usufructuario. Claro que en aquellas épocas la mayor parte de los pueblos elegían a sus párrocos, mediante votación vecinal, sin que el obispo – o mejor dicho el tribunal diocesano- pudiera hacer otra cosa que refrendar la regularidad de la elección, en el caso de que la misma se acomodara a la normativa vigente.
Hay muchos ingenuos que siguen creyendo que la revolución liberal arrebató a la Iglesia su poder a través de la desamortización eclesiástica. Es cierto, fueron expropiados bienes raíces que estaban primordialmente en manos del clero regular –las tierras de las que se aprovecharon las oligarquías- Sin embargo el clero secular fue organizado de manera paralela a la administración del Estado, convirtiendo a los obispos diocesanos en gobernadores todo pudientes, colocando a los sacerdotes seculares bajo sus órdenes directas, a imagen de los funcionarios de la administración con respecto al gobernador o jefe político. Por este medio se arrebató a los fieles la capacidad de elección de sus párrocos y curas que habían mantenido en muchos casos hasta entonces. El obispo disponía de sus curas y a través de ellos asumió el control de los equipamientos religiosos que pertenecían a los Pueblos. El confuso y contradictorio proceso desamortizador que se llevó a cabo en el Estado español, permitió que el clero se convirtiese, de hecho, en dueño de unos bienes que no le pertenecían. El concordato con la Santa Sede firmado por España en 1851, preveía la devolución a las instituciones eclesiásticas de aquellos bienes inmuebles no desamortizados y abandonados por el Estado. Esta es insuficiente base jurídica para que ni las diócesis, ni el Vaticano reclamen unos bienes que nunca han poseído, porque, en cualquier caso, sus propietarios eran los patronos laicos –en Navarra los pueblos, esto sin tener en cuenta los derechos de propiedad sobre tantos establecimientos religiosos creados por el Estado navarro.
Para poder entender esta confusa situación, convendrá que se abandonen los prejuicios mantenidos hasta hoy en día sobre la actuación de las revoluciones liberales y la Iglesia. Tales revoluciones no pretendieron en principio arrumbar a la iglesia, sino reducirla a un papel de controladora ideológica de la sociedad. En esto coinciden el ateo Napoleón en Francia y el meapilas Espartero en España-. A la Iglesia se le reconocía tal capacidad, aunque los nuevos dirigentes del Estado rechazaban –en España tal vez no- la pretensión de la Iglesia de marcar las pautas del ordenamiento jurídico y organización estatal. El problema se encuentra en la resistencia de la Iglesia a perder la primacía que había ostentado hasta el momento en estos terrenos. Los conflictos con los Estados se han producido en este campo; aunque, a decir verdad, en España la Iglesia ha seguido jugando un papel primordial que no se ha limitado ni de lejos a la “cura de almas” a la que pretendía reducirla el Estado. No es muy correcto, por tanto, hablar de “Estado laico”.
La reclamación por parte de la sociedad navarra de los bienes eclesiásticos de los que intenta apoderarse Fernando Sebastián –por cierto, un individuo sin relación con Navarra, al que designaron para dirigir la archidiócesis de Pamplona otros individuos igualmente extraños, radicados en Roma y Madrid-, no responde únicamente a lo que se siente es una causa de justicia, en la medida en que tales bienes han sido hechos y pagados por los navarros; es una exigencia legal, porque la misma documentación de los libros de obra de fábrica que históricamente recogían los pormenores de la administración de las iglesias y casas parroquiales, muestran que pertenecían a los pueblos. Lo mismo se puede afirmar de tantas escrituras de toda época que demuestran que los gastos llevados a cabo por las comunidades rurales, juntas de obra de las parroquias y demás, no eran hechos con la intención de darlos en propiedad ni a cabildos eclesiásticos, ni a las diócesis, sino que eran propiedad de cada pueblo –de la misma manera que las casas consistoriales o concejiles-. Los cabildos eclesiásticos eran meros usufructuarios de sus rentas y en ningún caso propietario. Es hora ya de que nos preguntemos cómo ha podido tener lugar esta maniobra de inscripción en registros de propiedad, pero igualmente debemos preguntarnos por la desidia del Gobierno de Navarra, a quien el Amejoramiento concedió el derecho de proclamarse propietario de todos los bienes públicos de Navarra. Aquí se encuentra una de las responsabilidades mayores por dejación –si no connivencia- entre U.P.N. y las maniobras de Fernando Sebastián y acólitos.