Una palabra, con la que me he tropezado una y otra vez en los suplementos literarios de los periódicos es la palabra magia. Siempre con significado positivo, y aplicada a una determinada manera de escribir. Y así, he constatado la expresión «magia de la escritura» en posesión de tal o cual escritor, motivo por el cual se le dan premios, por ser, ni más ni menos, que «un mago de la escritura». También he visto asociada la palabra magia con la de lectura. Y, por supuesto, con el mismo significado atribuido a la escritura: Leer es algo mágico. Por eso no extraña que J. A. Marina haya tenido la mala idea de titular un libro «La magia de leer». Se trata de un título impropio de un filósofo, a no ser que se trate de un filósofo rancio e idealista, que podría ser.
En algún caso, estaríamos ante un título incompatible con alguien que considera que «en relación con la lectura se mantienen discursos retóricamente bellos y educativamente inútiles» (J. A. Marina, en el Congreso de Cáceres sobre la lectura, 2006).
El libro de Marina contiene advertencias muy sabidas, nada sutiles y, desde luego, nada mágicas. De la lectura de este libro, observo que su autor se encharca fácilmente en las aguas movedizas del fundamentalismo lector. Por ejemplo, para Marina la persona que no lee es un desgraciado, un pobre hombre y un tipo bruto, nada iluminado, al que le falta lo más esencial de sí mismo. Lleno de arrobamiento misticoide sostendrá que «ser analfabeto es un modo de esclavitud, de parálisis, de ceguera». Dando por hecho que saber leer y escribir no confiere ningún tipo de honradez, no entiendo por qué no saberlo ha de ser eso que dice Marina.
En realidad, a Marina lo que le interesa sugerir es que quien lee sí es un sujeto libre, muy creativo y muy lúcido. Lo cual no es cierto.
Comparto el deseo de que ojalá todo el mundo supiera leer y escribir, pero pertenece al género conductista ramplón considerar que por leer a Cervantes la gente se convertirá en un dechado de maravillas libertarias, psicomotrices y lúcidas. La experiencia demuestra todos los días que una cosa es saber leer y escribir, y muy otra, señalar los efectos «colaterales» entre ese saber técnico y ese saber ético y moral.
Sorprende mucho que, entendiendo la lectura como un trasunto mágico, el autor sostenga semejante arenga publicitaria: «Tal vez tengamos que usar un marketing agresivo para incitar a la lectura, con eslóganes del tipo: `¡Sé imbécil! ¡No leas!’».
Marina tendría que explicar por qué ser lector es incompatible con ser un imbécil. Etimológicamente, la palabra imbécil deriva de im-baculus, y significa con bastón. Y nadie mejor que un lector para dibujar esa imagen de indigencia. Se puede decir perfectamente que el lector es un imbécil, porque nadie como él se apoya en algo exterior a sí mismo para conducirse. Ese algo, obviamente, es el bastón de la lectura, que el lector usa, se supone, para combatir su estolidez estructural.
Desengáñese Marina. La manera con que algunos intelectuales y eruditos alardean de su inteligencia lleva a muchas personas a no desear leer, por no parecerse a aquéllos. Ya Schopenhauer decía: «Si leer y aprender mucho es perjudicial al pensar personal, escribir y enseñar mucho deshabitúa de la claridad y de la profundidad del saber, y de la comprensión que no se tiene tiempo de adquirir» («La erudición y los eruditos» en «La lectura, los libros y otros ensayos», Edaf, Madrid, 1996).
Otro extracto de la depurada magia de Marina lo constituye la siguiente afirmación vehemente: «Los borregos nunca han leído un libro». ¡Menudo descubrimiento! Ni los borregos ni las lombrices aristotélicas de tierra. Hay mucha gente que lee y es tan borrega como una oveja merina o lacha. Hay mucha gente que lee y es tan individualista como un erizo. El gregarismo no es incompatible con saber o no saber, con leer o no leer. La lectura no otorga a nadie la vitola señera de la autonomía. Además, estaría por ver si la autonomía es más apetecible que cierta adorable dependencia de los demás. Los clásicos advertían que la autonomía no estaba lejos del orgullo y del engreimiento, y, por el contrario, mostraban que depender de los demás te hace ser más tolerante, más comprensivo y menos tirano con quienes consideras inferiores.
Las imágenes que utiliza Marina para tildar a los no lectores no pueden ser más desgraciadas y, por tanto, menos mágicas. Quienes no leen, o están ciegos o padecen alguna miopía o presbicia o astigmatismo esencial. Así afirmará: «La ausencia de lectura no sólo empobrece la mirada, sino también la expresión». ¿Y cómo sabe Marina que la mirada empobrecida de una persona es fruto de no haber leído? ¡Es que Marina es un mago, diantres! ¿Y cómo sabe el filósofo mágico que la mirada serena y circunspecta de una persona es efecto de la degustación de las obras completas de Tito Livio? ¡Es que Marina se pone como ejemplo universal de lector, rediantres!
En serio. La mirada se ensancha en esta vida de muchos modos. Viajando, charlando y guardando silencio. A la expresión le puede suceder otro tanto. No por mucho leer aparece la metáfora más rauda y más exacta en tu boca o en el lecho de la página. No se puede sostener de forma absoluta y dogmática que la lectura mejore la expresión. Habrá casos y casuística pata todos los disgustos.
Parece increíble que, teniendo una idea mágica de la lectura, se insulte a media humanidad por no leer. ¡Como si todo el posible cultivo del cogollo mental de un individuo sólo fuera posible mediante el acomodo de la lectura! Si la magia que maneja Marina consiste en vapulear a quienes ni piensan, ni actúan como los lectores, ¡menuda magia de las narices!
Después de leer el libro de Marina, uno llega a la conclusión de que la lectura cultiva la racionalidad. Pero no te vuelve razonable. A la vista está que Marina, a lo largo de su libro, lo demuestra muy bien. Por el contrario, el contacto con los demás sí puede volverte razonable. Por eso, intuyo que a Marina un encuentro dialéctico con Gustavo Bueno le podría hacer mucho más razonable que todos aquellos libros que pueda leer durante un año. Leer o escribir. Solo o en comandita.