Hace pocos días murió Baudrillard. Años atrás fue conocido, entre otras, por una obra lúcida, provocadora y original. Cultura y simulacro. En su acidez, ofrece una mirada triste sobre la existencia del ser humano en un mundo que funciona en torno a la imagen, el espectáculo y la publicidad.
A modo de ejemplo, estos días se puede encontrar en cualquier esquina de nuestras calles una campaña publicitaria desplegada en paneles y marquesinas de autobús, que reproducen una figura sin rostro. Pretende reconocer y promocionar a las llamadas víctimas. El terrorismo –viene a decir- ha dejado muchas víctimas en nuestro pueblo. ¿Tú las ves?
Desconozco quién ha sido el diseñador de la propaganda, pero parece sacada de los apuntes de Baudrillard. Un asunto que tiene mucho de problema político (colectivo) y dolor personal se lleva al terreno del simulacro y se reproduce según los cánones del espectáculo, la moda, la excitación, la llamada al deseo y la sensibilidad. Decía Baudrillard que la frivolidad es ese juego de ingenio que se caracteriza por la falta de esencia, de peso, de centralidad en la realidad. Es la reducción de lo real a mera apariencia.
No quiero sacar las cosas de quicio y marcarme un examen semiológico de las imágenes. Pero la escena de una figura sin rostro que te interpela por la calle y te dirige un mensaje culpabilizador tiene mucho de banal. Las citadas víctimas son invisibles, pero su presencia sin cara (sin realidad, de hecho; sin personalidad) se nos aparece como un reclamo más. Alterna con exquisitos sostenes y sofisticados teléfonos móviles. Sabemos que pasará, que estará unos días, y para no agotar la fuerza del mensaje lo quitarán. Una visión pasajera.
Ver y ser vistos, es la consigna que señalaba Baudrillard como eje central de la cultura en que nos desenvolvemos. El espectáculo. El ir a la moda. Es el juego supremo de la frivolidad. Es el momento del espejo, por el que nos constituimos en sociedad, aunque en este caso se exprese con una mirada selectiva, incómoda, culpabilizante.
Se pueden apuntar muchas ocurrencias en torno a esta imagen publicitaria. Unas reales, basadas en la experiencia viva de la población de este país. Y otras menos serias, quizás divagaciones, pero sugeridas por esas representaciones de un fenómeno que nos atañe. Entre las primeras, si hablamos de ausencias y figuras silenciadas, ignoradas, la memoria histórica está a nuestro alrededor plagada de familias que han vivido durante décadas con el terror en casa, con el trauma del paradero desconocido de un padre, un hermano, un pariente al que se llevaron en la noche y del que no se volvió a saber más. Y son muchísimas más que las que se promocionan ahora. Hoy empiezan a aparecer las tumbas llenas de cráneos con el tiro de gracia. También, en el ámbito del olvido y la calamidad, este pueblo tiene conciencia callada, no reconocida institucionalmente, de décadas de tortura indiscriminada, de una práctica criminal que se ha aplicado calculadamente contra la población.
No se me ocurriría frivolizar con estos asuntos, ni siquiera para sacarlos a la luz, aunque el silencio cómplice y el disimulo tácito con que nos han acompañado en toda nuestra edad no haya sido la mejor manera de cauterizarlos. Pero ni la foto del cadáver de Joxe Arregi, o el cuerpo de Iratxe Sorzabal torturado, abrasado de quemaduras, ni la imagen de la fosa de Fustiñana, con siete esqueletos ajusticiados, tienen nada de frívolo. Son un duro testimonio de dolor, de una terrible y estremecedora realidad.
Pienso que se puede reflexionar con toda legitimidad sobre el sufrimiento de cada grupo de este país (con el respeto imprescindible para el correspondiente a los demás). Pero no sé si es el mejor sistema arrogarse la exclusividad. Y menos aun recurrir a juegos de artificio, de simulacro, al efectismo de los recursos de la moda y la publicidad. Sin una reflexión honesta y profunda, estos trucos están condenados, como apuntaba Baudrillard, a la lógica del sistema del espectáculo; es decir, al consumo trivial, a desviar la mirada cuando el cuadro no complace, a encogerse de hombros, y a ver la escena como se representa, como un vacío, una ausencia, una falta absoluta de sinceridad.