El día pasado me acaloré en la discusión de un debate que funciona en Euskalerria con todo vigor: el sentimiento vasco de nacionalidad. Puedo sentir pesar por la situación, pero no por el motivo que dio origen a ella. Es decir, no estoy conforme conmigo mismo en cuanto a las formas, pero sí en cuanto al fondo.
En la sociedad de Euskalerria existe a nivel social algo muy arraigado que hemos dado en denominar “síndrome de Estocolmo”. Me explicaré.
El tema del debate fue sobre la apatía o indiferencia de los navarros (en su sentido amplio de la nación vasca) hacia el sentimiento nacional que los naturales de este país mantuvieron, desde y a partir, de la ocupación del Estado navarro. Una reciente publicación considera a sus habitantes responsables de carecer de ilusión por su libertad e independencia, cuando no de actuar pasiva o contrariamente a ella.
Es un juicio que en ningún caso se emite desde los nacionalistas españoles sobre los suyos. Tanto cuando sus militares levantaron las colonias contra la metrópoli, como cuando fueron derrotados y volvieron con la cabeza gacha a la Península. Es bueno seguir del enemigo el consejo, en este caso el agrupamiento de filas para mantener la memoria propia. Es conveniente mantener una ética propia frente a la colonización de los ideales de Euskalerria que, desde los medios de comunicación, presiona el Estado sobre las voluntades que se le oponen.
Adjudicar la responsabilidad del sometido y colonizado sobre nuestros mismos paisanos es caer en la ignominia del avasallado. Cada país celebra a sus líderes, sus personajes y conmemora a sus caídos, hasta en celebraciones conjuntas, sin aludir a otras responsabilidades de los recordados que las meritorias.
No puedo entrar, pues, a juzgar de otra forma que no sea la meritoria, la ruina económica en que cayeron los Albret cuando reclutaron tropas para recuperar el reino tras la conquista. Lo mismo he de decir de los resistentes, que pasaron doce años malviviendo en bordas (con sus casas confiscadas), y tras ser últimos defensores de Hondarribia, se rindieron. Tampoco voy a pararme en la forma en que fue produciéndose el constante aumento de colaboradores con que se fue haciendo la potencia ocupante, a través de los siglos siguientes. Las apuestas, ayer y hoy, se hacen mas fácil por el vencedor, máxime cuando se sabe a priori.
La opción de dejar de luchar es libre y personal. Cada cual tiene en la vida su caso y su ocaso. Lo juzgable son los medios con los que se promueve, incide y aboca a cada uno a adoptar tal decisión, y éstos son promovidos desde la colonización. Ya lo dije hace cinco años: “No busco al que nos traicionó, pues he encontrado al que le pagó por hacerlo”.
Pero lo peor viene cuando las medidas del Estado ocupante son aceptadas y expandidas desde dentro de esa sociedad, provocando la apatía y el desánimo de sus congéneres. Actuar a partir de considerar al avasallado como culpable de su propia situación es apostar por la ocupación que realiza el colonizador. Se incide así en la voluntad del sometido, anulando recuerdos históricos positivos y estímulos para aspirar y expresar su deseo de emancipación.
Además, teorizar sobre la pasividad de los navarros (muchos clamando en el desierto de los medios oficiales) y hacerlo públicamente desde la sociedad humillada, es servir al Estado con toda plenitud. Éste no da tregua, ni desde la comunicación, ni desde la educación, ni desde las normas emitidas por su poder. Manejar hipótesis sobre traiciones, apatías y deserciones propias es laborar de peón del Estado, sobre el núcleo y los sectores de la sociedad que aquel no alcanza por sí solo.
En el presente vemos como actúan los navarros (y no navarros) que nos gobiernan. Se trata sólo de peones para aplicar las normas del ocupante, a cuenta de recibir privilegios y beneficios por su sumisión. Éstos son los corrompidos, pero el verdadero culpable es el corrompedor.
Cuando el político que vuelve de Madrid con los pantalones bajados saca pecho explicando la generosidad y comprensión que ha encontrado, oculta su síndrome de aceptación, y engaña al gobernado, sobre su continuado fracaso ante el más fuerte.
Cuando quienes lucharon frente al Estado lo hacen hoy día contrariamente a todo aquello por lo que lucharon, y tratan de explicar los motivos de su conversión, muestran que han asumido el mismo síndrome.
Cuando se admite reconocer y subvencionar solamente a las víctimas de un lado, se esconde la misma conciencia de síndrome ante su propia sociedad.
Cuando los sueldos de los cargos políticos son aumentados, al tiempo que se excluye a candidatos de un sentir político, los ejercientes se hacen defensores de las razones de Estado, sindromizados por el propio interés.
Cuando se silencian las discrecionalidades de la justicia, en toda clase de materias y contra los sectores mas resistentes, se admite la impunidad que acepta el sindromizado.
Cuando se prohíben manifestaciones, aunque no se tengan causas penales sobre los convocantes, y se admite o colabora desde las instituciones del país, justificándolas en la ideología de quienes las convocan, se cae también en el “síndrome”, lo mismo que en los casos anteriores.
Cuando se pide perdón sólo por unas víctimas (arrogándose hacerlo en nombre de la sociedad), y precisamente por las del lado desde donde se inclinan por la venganza, se ha perdido hasta el norte, creyéndose que éste radica en Madrid.
Cuando se usa la pluma para denostar el espíritu vasco o navarro desde el mismo cuerpo social que lo conforma, se ha adquirido ya plenamente la personalidad del otro. Es el último eslabón que lleva a perder la total identidad propia.
Las situaciones enumeradas constituyen un largo etc. Es el efecto de lo que hemos dado en llamar “síndrome de Estocolmo”, y que en realidad sólo consiste en asumir las razones del otro, bien como superiores, bien como imbatibles.
No obstante, o por eso mismo, mayormente los que escribimos debemos transmitir a la sociedad vasca que las constantes formulaciones del Estado español convierten a bien o mal-pensantes en peones de su política imperial, y en propagandistas comunicativos de la continuada agresión social que se impone.
Y ante la perspectiva de seguir satisfaciendo los objetivos de Estado, constituye un objetivo primordial denunciar la presencia de los factores que constituyen el citado “síndrome social” en el País Vasco que, provocado por el Estado español, busca nuestra denigración por nosotros mismos:
Nuestro norte, pues, no está en Madrid. Pero nuestro síndrome, sí, es España.