El puerto permanecía como atrapado por una “langarra” pegajosa. Todo se veía turbio, tan turbio como la transición que por aquella época se montaban los políticos en sus timbas, estrechamente vigilados por los del bunker. Los baskos sabemos que sobre aquellas mesas amenazaban las pistolas y que en los cuarteles se oxigenaban las bocachas de los blindados. Con aquellos preámbulos y tejemanejes ya hemos visto el engendro de mejunje ¿democrático? que se concibió.
Pero estábamos en Pasajes y en concreto bajo una de aquellas viejas grúas que de puro óxido no cesaban de crujir mientras refitoleaban las bodegas. Mi compañera me había picado la curiosidad. El tío Gregorio, al menos para ella, no era un hombre cualquiera.
A la una en punto se abrió una portezuela del cenizoso cajón de la grúa. Un cuerpo diminuto se descolgó por la escala saludando agitando efusivamente la mano.
-Ya nos ha visto -indicó la prima de mi mujer-.
Pequeño, regordete, pelo escaso y canoso. Realmente, lo que caracterizaba su fisonomía eran sus diminutos ojos azules que más que mirar parecían gritar.
Abrazó y besó intensamente a su hija y a mi pareja.
-Me imagino que tú serás el novio de mi sobrina -me espetó sin más preámbulos mientras me alargaba su mano- ¿También navarro? ¿No serás requeté?
– Pues… (miré algo confuso a mi compañera), digamos que simplemente navarro.
Y ahí se me enredó, en una retahíla de maldiciones contra los boinarojas. Las burradas, robos, y violaciones del tercio de María de las Nieves en Irún y Donostia. ¿Quién decía que guipuzcoanos y navarros éramos hermanos?
Se embalaba y se encendía. Sus palabras parecían fraguarse más que en sus labios en sus pupilas.
-Eso sí, curas, hostias y bendiciones hasta aburrirse. Después, hala, a fusilar. Desde entonces no piso ni he de pisar una iglesia. Yo no me meto con Dios, pero si es como ellos, para qué quieres más infierno…
Cada cuatro palabras emitía una serie de tacos de todos los calibres y tonalidades, que por razones obvias omitiré. Aquella diatriba, más que amedrentarme, me avergonzaba. ¿Quién en Navarra no había tenido un deudo más o menos próximo en las filas carlistas?
Le dije que no todos los navarros éramos requetés; que también había nacionalistas y socialistas.
-¡Navarro, ni de barro! -no pareció recalar en mi observación y lanzó una gruesa carcajada a la que por decoro acompañé tímidamente. Ése era el tío Gregorio-.
Con los años, mi relación con el viejo ugetista se intensificó hasta adquirir ciertas cotas de confianza. Había entre ambos un punto más de polémico que de fricción, aunque eso no era óbice para que habitualmente, al despedirnos, me soltara lo de “Gora Euzkadi”. Sobre todo desde aquel día en que no sin cierta sorna le reparé:
-¿Basko y ugetista?
Aquella observación se le clavó en el alma. Siempre me la tuvo en cuenta. Difícilmente manteníamos una conversación, por fútil que fuera, sin que sacara a relucir pecho de buen basko.
-Mira, en la guerra y en la posguerra siempre éramos lo primero baskos y después socialistas y de la UGT; al menos yo. Pasa que luego se han metido muchos churrianos (curiosamente los padres de Gregorio eran riojanos) que de socialistas y de baskos no tienen nada de nada. Revolucionarios de oficina que sólo buscan mangonear. ¡Ya les quisiera haber visto en el batallón nº 72, “morteros de Euskadi”! ¡Allí se peleaba por Euskadi y por el socialismo! No como otros, que no dudo que lucharían por Euskadi, pero lo que es por los obreros.
Evidentemente se refería a los jelkides. Nunca disimulaba la animosidad que les guardaba.
-Son unos meapilas; y en la guerra unos blandos. Hombre, no voy a decir que lo del Carmelo estuviera demasiado bien, pero después de aquel criminal bombardeo de los fascistas fue imposible contener la rabia. Con menos miramiento se andaban los nacionales, que fusilaban a todo el que caía en sus manos, sin juicios ni nada. Era suficiente ser basko.
-Yo no soy peneuvista -le indiqué-, pero creo que el ejecutivo basko, al menos en aquella barbarie, se comportó irreprochablemente reprobando los crímenes que en nombre de la revolución…
-Sé lo que me vas a decir; de acuerdo; totalmente de acuerdo. Algunos batallones cenetistas y antifascistas cometieron barbaridades. Pero era la guerra, y la venganza estaba a la orden del día. ¿Quién lo podía evitar?
Pero, la verdad, el tío Gregorio era un luchador nato, en el trabajo, en el sindicato, en el barrio. Los primeros años de posguerra, cada vez que el dictador se arrimaba a Donostia, ya lo sabía: o se largaba unos días o lo enchironaban los picoletos. Claro que eso siempre fue para él un orgullo y una batallita más para contar a sus nietos.
Despotricaba contra ETA y Herri batasuna, pero curiosamente mantenía, sin él saberlo, una marcada sintonía en objetivos e ideas. No era separatista, pero cualquier motivo era suficiente como para montar en cólera contra el intrusismo madrileño. “¿Es que los baskos no vamos a saber que es lo que queremos?”
-ETA la está cagando -me comentaba en los días del secuestro de Angel Berazadi-, y no es sólo porque mata. Eso no les duele a los del gobierno. Más y más cruelmente mataron en la guerra y en las comisarías. Puedo admitir que lo de Manzanas y Carrero Blanco, pues mira, para qué nos vamos a engañar… Pero ahora ETA no hace más que joder todo el movimiento obrero.
Unos pocos años después, sin embargo, me confesó que sus camaradas se estaban convirtiendo en unos p. burócratas. Aquello ya no era lo que fue… Al final iban a tener razón sus hijos.
Se había casado con una navarrica de la merindad de Olite que a los pocos años de llegar a Donostia ya se había montado una pescadería en un diminuto chiringuito de Herrera. El tío Gregorio aseguraba que era una hembra de armas tomar: “si ha de haber paz y un poco de refocilo -bromeaba- no tienes más c…que atar la burra donde manda la dueña”.
-Cuatro hijos tengo y me han salido más batasunos que el Idígoras ese, al que tantas veces, sobre todo cuando empezaban con lo de LAB, lo trate de visionario y de radical. Ahora, te juro, casi me da vergüenza decir que tengo el carnet de la UGT; me parece que algún día…
En los atardeceres de verano su mayor placer consistía en trajinar en el pequeño huerto de la parte trasera de una sencilla -mejor diría elemental-, y rústica casa unifamiliar. Algunas etxekoandres y algún jubilata que a ritmo del campanil se dirigían a la parroquia para la cosa esa del rosario se le chanceaban con cierta familiaridad:
-Badirudi aurten tomateak ez ditugula jango, Gregorio.
-Zuena siuraski ez. Ea elizan ematen dizuten… ¡ja, ja! -chapurreaba un euskera “cerrau”, mamado en las plazuelas y esquinas de Herrera y Altza.
Y seguía en su rollo. Le encantaba tomarse un respiro para emborracharse de la fresca placidez de la brisa, que desde el puerto ascendía por la ladera de Altza. Nadie se explicaba cómo una huerta tan exigua podía albergar tan gran corazón, pues sus frutos solían llegar a unos cuantos umbrales. Amigos, vecinos con dificultades económicas…
Le faltaría un año para jubilarse. Nos invitó a tomar algo en Pasajes de San Juan. Mi mujer y yo pensamos que algo especial tramaba. No parecía normal para tomar unos pintxos atravesar el puerto.
Fue todo un ritual. La txalupa enfilaba el corto trayecto hacia el muelle de enfrente…
-¿Veis? En aquel muelle de enfrente he dejado todas mis penas y alegrías durante muchos años. Que él también sea testigo de toda mi rabia y de todo mi desencanto.
Introdujo su mano en el bolsillo interior de su chamarra de pana. Extrajo la billetera y de ella el viejo carnet. Dejó fluir toda su rabia contenida y sin mediar palabra lo rasgó en pequeños fragmentos que en unos segundos se esparcieron mecidos por el agua. Se sacudió las manos y pareció reconfortado.
-Ya está. Que les den…
-¿Vas a cambiar de sindicato?
-He dicho que les den… pero a todos. A Gregorio no hay hijo de madre que le birle una cuota más.
No vivió muchos años más. En ese poco tiempo se dedicó a gozar de sus nietos y a deambular por el puerto, porque el club de jubilados acabó, según me confesó, por hincharle las narices. Pero, como me decía uno de sus hijos, “al aita se le va la Wendy a marchas forzadas”.
Nunca olvidaba, cuando nos despedíamos, puño izquierdo en alto, su “gora Euskadi askatuta!”.
Unos días antes de irse prácticamente ya no hablaba. Su mujer nos dijo que tenía la cabeza ida. Estaba acostado, con la mirada pérdida. Mi mujer le habló cariñosa desgranando el gracejo con que siempre se había dirigido a él. No pareció mostrar ningún signo de expresión. Sin embargo, sorprendentemente, cuando abandonábamos la estancia, por un momento se iluminaron sus pupilas y sus labios me diseñaron un lento y silencioso “gora euskadi askatuta”.
Yo me comprometí, como humilde tributo, a dedicar unas líneas a este hombre sencillo, noble y honesto, deshojar sus recuerdos y sobre todo, honrar el amor a su pueblo. Un buen día me dijo: “Me importa un carajo si ser basko es mejor o peor que ser francés o turco o español. Allá ellos. Yo no he podido, ni sabido, ni querido ser otra cosa”.
Será un mensaje simple, pero la verdad, para acceder a los mensajes más profundos no suele ser precisas más palabras que las justas.