Ahora que se ha roto el “proceso” (fuera lo que fuese “eso”) y volvemos a la guerra de siempre, aun con los matices y variantes de cada momento, he encontrado varias lecturas que ayudan a reposar ideas y a orientarse en la confusión de los acontecimientos. Ryszard Kapuscinski, recién fallecido, compuso en su último libro (Viajes con Heródoto) una especie de memorias, una recapitulación sui géneris de sus andanzas como reportero, corresponsal en Asia y África en los años más agitados de la guerra fría, que se apoya en alusiones y referencias extraídas de “Historia”, la obra del clásico griego del título, historiador y viajero de su tiempo.
Viajes con Heródoto
Kapuscinski rescata para el lector episodios desconocidos y pasajes del mundo antiguo (también atormentado por guerras y atravesado por -como hoy decimos- procesos). Cuenta Heródoto que cuando el rey Darío dirigió su campaña contra los escitas e invadió su territorio, éstos le respondieron con una embajada que le llevó un pájaro, un ratón, una rana y cinco flechas. Tanto dio que pensar el enigmático mensaje al poderoso rey persa que, pese a dirigir el mayor ejército de su época, levantó el campamento. Se retiró del campo de batalla y, a la chita callando, puso sus tropas a buen recaudo.
Este tipo de relatos y sutilezas históricas ayudan a Kapuscinski a situarse en un mundo revuelto y entender sus propios sobresaltos. Así explica el día en que aterrizó en Argel en pleno golpe de Estado, cuando Houari Bumedién depuso al presidente Ben Bella, y la imprevisible revuelta se convirtió en el inicio de un amplio proceso de convulsión de los Estados africanos recién creados por la descolonización.
Los viajes de Heródoto por la Grecia antigua, por Asia, Libia o el Nilo (cuando el mundo conocido era más pequeño, pero el camino más largo y aventurero, pues los medios de locomoción eran infinitamente más precarios) y el relato de la historia antigua sirven de referencia a Kapuscinski. Por oposición, el polaco nos advierte de una suerte de provincianismo, que es la enfermedad o cortedad de miras de quienes no saben apreciar ni quieren conocer nada más allá de su provincia, de los límites de su terruño. Pero también destaca otro provincianismo, muy nuestro, de nuestra época, de aquellos que no saben asomarse más allá del presente, que desprecian las enseñanzas de los mundos pasados, como si su hoy fuese redondo y acabado, el supremo, el más exquisito, el más interesante y el único importante de todos los tiempos. Hay que aprender de la historia para saber ubicarse en cada momento. “Para protegerme, pues, del provincianismo del tiempo, me internaba en el mundo de Heródoto”, explica Kapuscinski.
Cien razones por las que dejé de ser español
Para no caer, pues, en ese provincianismo del tiempo en estos momentos de desconcierto y demagogia, una lectura imprescindible, que nos cae a mano, es el libro de José Mari Esparza, “Cien razones por las que dejé de ser español”. Como el del griego, salvando las distancias, también rescata hechos olvidados de nuestra historia pasada, aunque Esparza los lleva hasta el presente, para dejarse lo menos posible en el tintero. Desde el lejano ‘Domuit vascones’ de los reyes godos hasta las guerras carlistas, pasando por los pleitos del comunal, la emigración a las Américas, la guerra de las naciones del Perú, los planes de Napoleón para nuestro pueblo…
Cuenta Esparza cómo tras la derrota carlista en la primera guerra y la anulación de los Fueros, el ejército español en Navarra se calificaba a sí mismo “de Ocupación”…
Sobre el nacionalismo, tan sospechoso y desacreditado en nuestros días, recoge un pasaje ilustrativo de Felipe González, aquel señor X nunca reconocido: “Cada día me siento menos nacionalista y más español”. ¡Quién lo hubiera dicho mejor!
Sobre la lengua, junto a las ordenanzas de Nebrija (“Siempre la lengua fue compañera del imperio”), recuerda la más insidiosa educación francesa: “Soyed propes; parlez français” (sed limpios, hablad francés).
Tal vez alguno rechace las ‘Cien razones…’ malinterpretando el aviso de Kapuscinski, y califique el libro de provinciano, porque se ocupa de su país, y el desdeñar las penalidades y experiencias de los vascos es algo a lo que nos hemos acostumbrado. Nada más lejos de la realidad. Esparza, como Heródoto, indaga en esa dimensión singular del ser humano, eso que nos hace universales, seamos de Salazar, de Londres o de Bombay, siempre que seamos genuinos. De paso, el libro recupera a tantos viajeros y curiosos del mundo: Humboldt, Víctor Hugo, Hemingway, Steiner, Dante, Demócrito, Martí… Un libro, en suma, imprescindible en estos tiempos, para mirar por encima del humo y el ruido del momento.