Ya hace 2000 años que los romanos decidieron ser la cuna de la civilización del mundo. Su base fue la de extender el derecho por todos los países del imperio. Para ello nada mejor que implantarse mediante su ejército. El correr de la fiereza y la sangre tuvo su cauce en los circos. El Derecho, con mayúsculas, salía ya lastimado. Éste se formaba tras imponerse las autoridades militares por la fuerza, y la base del derecho romano se constituía formado por el status de la posesión del poder civil por la fuerza. No hacía el Derecho al Estado, sino el Estado forjaba su derecho.
En la “nación española” nos quedan hoy perlas como la de los soldados godos que, al finiquitar el imperio, se constituyeron en reyes de la península, y aún persisten sus descendientes, reyes por “derecho” de origen. También el circo ha llegado hasta nosotros, como declarara Francisco de Vitoria, y quedan ejemplos abundantes de la afición cirquense-toreril, que se promocionaba para quitar escrúpulos a la tarea de los soldados de matar a sus semejantes.
Bien es verdad que hoy las cosas se han suavizado, mitigando las escenas violentas. Las medallas militares se pueden conseguir disparando desde la altura inmune que dan los modernos cazas, como se hizo en Yugoslavia, o casi jugando con el ordenador, como hacen los israelíes con aviones sin piloto. Para la llamada civilización occidental, heredera de la romana, los terroristas son los otros, aunque se quintupliquen los civiles muertos sufridos por el lado palestino, y se les corte el agua y el pan.
El juego del victimismo y el mirar para otro lado se ha llevado hasta tales extremos que avergüenza que digan pertenecemos a esta civilización, cuyos mandos no dimiten ni aunque les salgan al revés sus referendums (el último caso en Francia), o se unan dos partidos que han ido a las elecciones con programas enfrentados (Alemania), coartando otras voluntades minoritarias. Es decir, existe una dictadura oligárquica, con repuesto de personajes, unos y otros, con sueldos puestos por ellos mismos. En este tema no suelen tener discusiones.
Otro punto de actualidad es ver cómo nos venden seguridad a cambio de libertad. El ejemplo de los controles de aviación roza la creación del pánico para conseguir el parabién de los viajeros. ¿Y son estas autoridades las responsables de la convivencia y la paz civil?
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Ciñéndonos ya a nuestra democrática monarquía constitucional, es de vergüenza echar la mirada hacia atrás, aunque sólo sea para estos últimos treinta años. Aún recuerdo las campañas del PSOE, diciendo que venían a repartir la tortilla, a declarar el Derecho de Autodeterminación, a liberar a los presos de las cárceles, a acabar con los latifundios de Andalucía y Extremadura, etc. Pues no señor, lo que han hecho ha sido todo lo contrario, aunque lo dejemos sin especificar en este corto artículo periodístico.
Verdaderamente la convivencia civil ha bajado puntos por debajo de la congelación. Que nadie espere una estadística de cuántos accidentes de circulación se producen por estrés de las prisas de buscarse la vida, de presión contributiva, o de la forma de declarar al fisco. Que nadie espere una estadística de los crímenes llamados de género, por la presión del espacio de convivencia, los problemas económicos, o la fatuidad de imitar o superar al último acto conocido y destacado en la TV. Que nadie espere una estadística de los metros de playas ocupados por edificaciones quebrantando la ley de costas, y de los responsables de que no se aplicara.
Pero verdaderamente lo que llama mi atención en este momento es que en el democrático y bien ordenado país en el que vivimos los que se dicen defensores del orden vayan enmascarados, declaren ocultamente en los juzgados, den un número en vez de su nombre, etc. A mí y a otros muchos nos toca dar la presencia, nombre e identidad. ¿A qué nivel de orden civil hemos llegado? ¿Quién es el responsable de todos los actos que se condenan?
Son muchos los dimes y diretes que saturan mi mente agolpadamente, con la imposibilidad de transmitirlos todos al papel ordenadamente. Pero cuando se forman las mayorías políticas, de la forma que pueden ser aceptadas por los fascistas, “En España puede haber dos o a lo sumo tres asociaciones políticas…”, Fraga dixit, es que el sistema se halla preparado para zancadillear al resto de formaciones, y cuando no se puede se las ilegaliza o se las declara terroristas. Y eso se lleva acabo, atacando medios de prensa, diario Egin, Egin irratia, Egunkaria… organizaciones políticas (Batasuna y todas las asociaciones del año 2002), y juveniles con nombres incluso inventados, como los grupos Y…
Mientras que el delito contra la Hacienda Pública, que no busca el cambio de régimen, apenas se halla sancionado, aquel que busque el cambio político es condenado con castigos que sobrepasan la razón, aunque los daños sean idénticos (comparemos los destrozos de las huelgas en Galicia y Andalucía, con el tratamiento que en Euskalerria se da a las manifestaciones).
Si me piden una explicación, no tengo ninguna. Pero sí puedo hablar de señales, y los datos me conducen a las siguientes elucubraciones. Los jueces son elegidos por los partidos mayoritarios (PSOE y PP), lo que debería dar a éstos un plus de ética. Para calibrar la que podría encontrar en ellos, acudo a ver cuantas dimisiones hubo en sus organizaciones en momentos críticos. Saber qué personas que condenan violencias ajenas son o no consecuentes con las propias.
Pues bien, tras los pasos de los GAL y demás asociaciones terroristas que lo hacían para mantener el Estado actual, y las incriminaciones comprobadas, ningún miembro del PSOE dimitió al cuestionarse la delincuencia ni el comportamiento laudatorio de sus jerarcas.
Igualmente ocurrió tras la participación española en la guerra de Irak; desaprobada masivamente, como lo demuestra el vuelco electoral que se dio en consecuencia, ningún miembro del PP dimitió por encontrar su ética contraria a ella.
Con unos electores de jueces así, ningún país puede ir bien para la generalidad de la población del mismo. Aún pendientes los procesos de Egin y Egunkaria, ahora se pretende también condenar a más de 100 jóvenes vascos, con penas desorbitadas, que ellas mismas dan la razón de que son castigos a la disidencia política. Valga el presente artículo de recapacitación, como la prueba del algodón.
Si el delito en daños públicos se castiga con una vara política de medir, el castigo se trasluce políticamente y su respuesta puede ser política, con la amplitud que muchos estadistas han dado a dicha expansión. Las palabras de Canovas de que instalada la fuerza, constituye el derecho, no deben mantenerse en el siglo XXI.