Su perfil, aunque sin pómulos excesivamente marcados, era nítidamente andino como el de las hijas del altiplano. Los ojos de Claudia invadían toda su fisonomía cobriza. Eran intensamente negros, un negro tan cristalino que nos permitía viajar hasta la profundidad blanca de su alma. No era triste aunque la acunaron en la tristeza. No era resentida aunque tuvo que llorar muchos pechos vacíos. El frío y la soledad de la puna aceraron sus venas.
Claudia no tuvo tiempo para conocer una flor y ella se tornó toda flor. Nadie le enseño a sonreir y le nació toda una fuente de sonrisas. Nadie le enseñó a esperar, pero tal vez de tanto contemplar el techo azul del altiplano se embebió en horizontes azules.
Su padre murió en la mina. Nunca se supo si de silicosis o engullido por las negras bocas asesinas. Su joven madre, ya de niña se “jaló” a vieja, pues ya le comían las arrugas. Y su mamá se cargó su descolorido Kepi. Ahí se arremolinaba todo, el exiguo ajuar y los seis meses de la pequeña Claudia. Al cuello la chuspita con la coca…
Era la primera vez que abandonaba su barrio, tan sucio y atosigante. Aquel barrio era todo lo que había vivido, uno de esos barrios de Potosí donde está prohibido soñar.
Caminando hacia Sucre, echó la vista atrás y maldijo al maldito cerro, el que asesinó a su marido y a ella le dejó el cuerpo seco.
Luego Claudia ya no pudo ser niña. Su madre se arropaba entre grupos de mujeres aymarás, que bregaban en todo. Mercadillos, mendicidad, recolección de coca, alguna picaresca y otras sutilezas.
Fue en Santa Cruz con siete años cuando pisó por primera vez una escuela. Allí oyó hablar de la madre patria, de los Reyes Católicos, de Cristóbal Colón y de toda la jarca hispana, la que, como luego supo, desangró y envileció a su pueblo. Hizo la primera comunión y comulgó con lo que ni entendía ni comprendía. Pero aquellos señores de vestido negro y aquellas señoras de túnica blanca y ridículas tocas le habían llevado a su madre choclo, maíz y hasta arroz. Eso debía ser mejor que aguantar a aquellos hombres raros que le daban algún boliviano a su mamá. Y además su mamá le había asegurado que allí la convertirían en una linda cholita.
No pudo ser, a mamá la rompieron las tisis (el hambre, la vida hurgando recovecos). Y los padres querían retornarla a las laderas polvorientas de cerro rico con un hermano de su mamá. Pero las hermanas tenían más entraña. Y con doce añitos la encaminaron a casa de una señora muy importante de la Paz, para aguantar a aquellos gringuitos estúpidos y repelentes. Con dieciséis años era muy mayor y quedó en la calle, como desnuda.
Diez años pasó recolectando coca, comiendo miserias, guardando hasta el último céntimo boliviano. Un buen día llegó a Potosí, para conocer su cuna y sus tragedias. Como su madre maldijo al cerro envenenado, y partió. De allí a la Quiaca. La había soñado como un mundo de liberación, pero aquella Argentina no era mucho más que sus cerros con sus cardones.
Yo la conocí en el bar del café mañanero. Para entonces ya tenía sus papeles. Nada más verme, me sorprendía con un “egunon”. Porque a ella sí que le gustaban los bascos y Euskalherría, y como le trataban los euskaldunes. Al menos eso era lo que me confesaba con cierto entusiasmo. Y a su hijo cuando cumpla los años lo había de llevar a la ikastola. Y había de ser basco.
En los ocho años que llevaba en Euskalherría, me dijo, menos de prostituta (me insistió con manifiesto orgullo) había hecho de todo.
– He cuidado a señoras mayores muriéndome unas veces con sus miserias, otras con sus histerias y sus desprecios, otras con sus impotencias. De todo ha habido. He trabajado en la limpieza, en tiendas, en el campo… ya ni me acuerdo. Ya me ves, ahora aquí, en este bar. Pero soy feliz. Tengo un hijo.
– Estás casada.
– Sí, pero mi marido trabaja en Bilbo. Un día de estos vendrá y traerá dinero para nuestro hijo, porque todo es muy caro y apenas me llega. Pero soy feliz, aunque muchas noches no pueda acostar con un beso a mi hijo porque he de ir a trabajar. Duerme con una cholita que es mi paisana, y es muy buena. La semana que viene llega mi marido y vamos a hablar…
La semana siguiente, ni la siguiente, ni las siguientes, arribaba su marido. Pero un perverso día llegó. Y llegó vacío. Y la violó y la degolló. Y el bebé se salvó porque acudieron los vecinos a tiempo de evitar un desaguisado universal.
Claudia no era muy culta porque creció pobre. Profundizaba en el corazón de la gente más que los sabios, porque vivía pobre. Claudia nunca se enamoró, simplemente amó. A miles de kilómetros de la Puma has de fiarte de un paisano que te ofrece su cobijo. ¿Cómo adivinar que tal cobijo sea un nido de áspides?
Sentí que una gélida tiniebla atenazaba mi corazón. Si al menos una flor como Claudia se hubiera disuelto en las virginidades del altiplano. Pero no, hubo de marchitarse en los hediondos vertederos de la globalización.
Ella, que salió del miedo, del odio y del desprecio, y floreció al amor…