Tras el viva al patrono o patrona de rigor, el cohete. El cohete y las campanas del cura tratan de ahogar la voz de la pólvora. Ha de quedar bien claro que la pólvora sigue siendo pagana. En ese preciso momento los iniciales amagos del Ketchup y la mostaza se desmadran. Y ves como púberes e impúberes, aspirantes a quintas y doncellas, se trasforman en posesos… El cava cuartelero, la mostaza, el Ketchup, polícromas espumas de infames aerosoles, harinas… Todo adobado y bien agitado por el chun-chun de la charanga. Es la explosión de la diversión. Primer cuadro del guión oficial: la exaltación de la mugre, o sea, en palabras de un paisanillo, vivir la fiesta.
Mi anfitrión (mi primo, un ribero muy jatorra), me aseguró que nuestro enclave estaba a salvo de aquella masa incontrolable de pringue. ¡Ni por todas las indulgencias! ¿Me habría librado de semejante salsa el hecho de ser forastero? Como impulsado por un resorte él se giró. ¡Mecagüen…!(es fácil imaginar en que). Se los iba a devorar. Serían media docena de mozalbetes, uno de ellos su preciosa muñequita de siete años. Se tragó todo el ácido de su rostro avinagrado. Y a casa, a mudarse su níveo y recién estrenado pantalón.
-¡No me digas nada, por favor! -enfatizó-. Ríete todo lo que quieras, pero no me digas nada.
-¿Yo? No me creas tan cruel -me imaginé como ha de sentar a un concejal del ayuntamiento semejante cutrez-. ¡Y que sea tu propia hija!
-¡Ya estamos! Por favor, que te he dicho que digas nada; mira que nos conocemos muy bien…
El segundo cuadro, sin duda, es el ambiente de la calle. Gentes que uno no reconoce y saludan efusivamente e incluso te abrazan entre efluvios etílicos. Bocinas de feria, clarines de plástico en burda miscelánea con improvisadas y desaforadas corales, maestras del berrido. Petardos, muchos petardos de inocentes criaturas que te hielan el corazón y te los cuelan hasta la entrepierna. Y no les lances tu mala gaita. Ese será su triunfo y su regocijo. ¿Quién les va a echar el guante?
Una cuadrilla de jóvenes (¿serían los de sin novia?) soplaba desaforadamente de una de esas malditas tubas creadas como quintaesencia del incordio. Los muy condenados, pasándosela de boca en boca, llevarían la friolera de media hora inflando las ínfulas del personal.
-Vamos de aquí o exploto -le dije a mi primo.
-¡Poco aguante tienes! -y el botarate aún se me carcajeaba.
Entramos en el follón de un bar, siempre mejor que aquel atosigamiento tan doloroso y enervante. Por poco tiempo. Allí habrían de colarse los concertinos de la tuba cocida. Ufanos e insolentes con su endiablado hundetímpanos, se colocaron (¿sería pura coincidencia?) justamente en el dominio de mi nuca. ¡Hasta ahí creció el agua, hermano! Me volví como un energúmeno y le dije que se metiera la maldita tuba… Bueno, que cada uno se las ingenie y adivine el alcance de mis intenciones…
Me miró con gestos de no entenderme, mientras cruzaba los ojos con parsimonia de beodo. Mi primo se mosqueó. Le calmé. Es que tenía algo de jaqueca. Le reconocí que tal vez uno podía resultar algo melindre, algo aguafiestas; tal vez cierta falta de costumbre para este tipo de jolgorios…
-¿Pues qué esperas de unas fiestas?
-¡Pues eso! -le maticé-; y quizás alguna manifestación de deporte rural, algún teatro, un buen concierto… Quizás algún espectáculo folclórico.
Me miraba como alucinado, incluso con cierta estupidez.
-¡Ay, primo, que siempre has sido algo rarillo! ¿Pero tú en qué mundo vives?
Pensé que lo mejor era no contestar. ¡Que siga la fiesta!
El tercer cuadro suele ser el más inefable. Se trata del encierro de reses bravas. Sabido es que llevan en sus venas más resabio que cañazos en los ijares. Siempre sosas, aburridas, calle abajo, calle arriba. Indiferentes… al menos hasta que tienen a tiro seguro al corredor. Entonces sacan rayos de su apatía y lo enristran o lo voltean. Es el momento emocionante de la fiesta. Gritos, despertar general, ambulancias, ha merecido la pena esperar. Y en la plaza poco más. Las vacas barriendo el vacío hasta que aparecen los maestros: Pelé, Melé y Cascamelé. Pelé -que a menudo suele ser el macho exhibicionista del pueblo-, cita a mil metros y rápido al olivo. Cascamelé, el forastero, se pavonea impávido, da algún recorte, mira arrogante a la galería y elige un lugar bien visible para ubicarse e impartir tauromaquia. Suele aparecer Cascamelé sobre todo si sale algún ternerillo. Tal varón suele ser ese paisanillo que hay en muchos pueblos a quien se le mira con cierta simpatía y conmiseración. En general no suele ser el mejor representante de siglo de las luces.
La gente bosteza. El metal de la txaranga aporrea el “Si ta pillao la vaca…” o “Paquito el chocolatero”, con la consiguiente coreografía erótica de las cuadrillas.
Es el momento en que el cura, tal vez celoso por la habitual escasez de almas en el templo -¡ya les enganchará el día del patrón, ya!- lanza todos los demonios al campanario. El bronce se pone histérico hasta casi apagar la algarabía del chocolatero. Los jóvenes no se inmutan y persisten en sus quiebros eróticos, puro ballet átono.
-¡Qué rollo! ¿no? -le decía a mi primo-. ¿Ya merece la pena gastarse semejante pastón en vacas?
-Las vacas son sagradas. La gente lo pide. Si no metes vacas, ¿qué?
-Pues eso, nada.
“Vacas, panem et circenses”. Hoy por hoy, la comida popular ya es condición “sine qua non”.
Está la paella (maestros valencianos incluidos), la pochada, el caldero, etc. Me tocó la pochada, y no diré hasta dónde.
-¡Que te echen bien de caldo, que para cuando llegas al sitio!
Claro que llegué al sitio, eso sí, con el dedo medio escaldado. Tenía el lugar reservado, que para eso mi primo es concejal.
Fue una marcha de obstáculos, llena de empujones y poco limpia. Me pringué; en cambio ignoro a cuántos y a quiénes unté. Lo cierto es que en el plato ya no quedaba tanto mejunje como para triunfar.
-¡Qué poco apetito tienes! Queman un poco, ¿no?
-¡Pues qué esperas con esta bochornera!
Ya no sabías si lo que te empapaba el cuerpo era sudor o el mejunje del potaje. Y luego la barahúnda de comensales…
– No me pillas en otra -le espeté-. Prefiero un mendrugo bajo las sombras de los álamos.
-¡Vaya comodón que te has vuelto!
Meneó la cabeza y se enfrascó anhelosamente en su pitanza.
Y llegó el día de la patrona. Era otro cuadro. La apoteosis del cura. Misa nutrida -me imagino que el párroco les leería la cartilla. ¡Encima que van…!- y procesión. Desde un balcón, muy discretamente, asistí al sacro cortejo.
Cambian las modas, la ética y las formas de entender la vida, tal vez las ideas. Pero éstos, erre que erre, con las viejas parafernalias ascéticas… Conocen su rebaño y saben que la gran mayoría de aquel teatro ambulante no conoce el incienso de no ser en alguna boda o funeral. ¡Qué más da! ¡Mientras aguante el chiringuito!
Delante caminaban los cofrades de no se qué, con los cirios bien tiesos. El santo o santa, unisex – tal vez cumpliera ambas funciones a deducir por su rostro aniñado-. Seguía el párroco enhiesto y retador dentro de la ampulosidad dorada de la capa pluvial, rodeado de curas y acólitos, con virginales roquetes. El mogollón del “sexo débil”. Exultante contienda o desafío con los últimos modelitos adquiridos en la capital.
Y por fin la epifanía de los “políticos” y tricornios -y demás gorrones invitados al condumio consistorial-. Mi primo, encorbatado. Mal careto llevaba. Daba la impresión de que el nudo fuera a estrangular su cuello inflado y rubicundo. Cerraba la comparsa la txaranga, con paso ético. Parecía que la peña cantaba, aunque a la distancia en que me hallaba situado y con el estruendo de las campanas daba la impresión de ser un coro de mudos.
En conclusión, que debo ser un amargo carrozón. Incluso puede que mi intelecto no esté preparado para entender la condición humana y sobre todo la filosofía de la fiesta y de la expansión. A estas alturas, desconocer o reprochar ese sano espíritu de contestación que rezuma la fiesta ha de tener mucho de reaccionario. No entender esa necesidad de romper los códigos rutinarios, pura estrechez moral. No dar alas a la explosión colectiva del gozo, el olvido de la pesadez del trabajo y de tantas inhibiciones, pura represión humana.
Evidentemente, no estoy en contra de la contestación, de las desinhibiciones o de la eclosión de la alegría. Desde el desmadre carnavalesco hasta el más pequeño festejo de la más diminuta aldea, estos elementos han desempeñado un papel cultural, desestresante y reivindicativo, básicos.
Simplemente, me apetecería reciclar la fiesta y conducirla a unos parámetros donde la estética y las actividades no estén tan reñidas con el buen gusto y con el respeto al paisano.
No me gusta la mugre, las calles acicaladas de orines y otros ácidos, el petardazo al tímpano, la obligación de no pegar ojo hasta que lo decida el cocido de turno. Me encantaría que el dinero público se distrajera hacia otras opciones que no sean las meras taurinas o triperiles. Eso es todo.
No acepto que me emplasten como a una hamburguesa o pringuen de glucosa con harina. ¡No vayas al mogollón! Lo sé, el mugre a la mugre.
Me repugnan las calles asfixiantes de miasmas y los pavimentos abrumados de plásticos y envoltorios. Me encantaría que la imaginación y el buen gusto alumbraran de vez en cuando. Mientras tanto, no me queda más remedio que aceptar, como dice mi primo, que soy un petardo. Pues bien, lo lamento, que siga la fiesta.