Hay vascos que se dedican a criminalizar el independentismo y que, de paso, se rinden homenaje a sí mismos. Son aquellos vascos que una vez a la semana comen con Dios y le invitan a una copa. De hecho, son unos grandes comediantes. Les encanta hacernos creer que son la encarnación de la divina clarividencia. La realidad, sin embargo, es que cuando terminan la función y se quedan solos, les atenaza el miedo. Inseguros como un bebé, estos vascos viven inmersos en el autoodio, un autoodio que les lleva a afirmar, ya sea en artículos, tertulias o debates, que a la mañana siguiente del día en que Euskal Herria se separase de España, el Athletic de Bilbao o la Real Sociedad continuarían en la liga española, Euskal Telebista continuaría teniendo referentes españoles y los vascos recibirían al nuevo año escuchando las campanadas de la Puerta del Sol.
El autoodio no hay que buscarlo, se exhibe solo y desnudo. El problema es que a menudo dice estupideces. Las mismas estupideces que más tarde se vuelven en contra suya y lo hunden aun más en la mediocridad. ¿O no es mediocridad tener que recurrir a argumentos tan pobres y propios de la ultraderecha para satanizar el derecho de un pueblo a decidir por sí mismo? Ni siquiera una coma han tocado jamás los hijos ideológicos de Franco, del discurso de los autodenominados universalistas de izquierdas. Y es que el nacionalismo español siempre se ha entendido muy bien con el colaboracionismo vasco. De hecho, no puede vivir el uno sin el otro. No es extraño, por lo tanto, que, cuando de los derechos de Euskal Herria se trata, haya tantas coincidencias entre unos y otros. No es extraño porque, como dice la canción de Joan Manuel Serrat, “nadie sabe lo que compra, nadie dice lo que vende”: La ultraderecha se disfraza de derecha y el centroderecha lo hace de izquierda. Y ello, como expresaba recientemente Luis Martínez Gárate, de Nabarralde, se debe, en parte, a que la vasca “es una sociedad desestructurada en la que los procesos de conquista, ocupación y minoración han llevado a una apariencia de pluralidad, pero una pluralidad que no está controlada por su propia soberanía sino por intereses ajenos, extraños y, en la mayor parte de las ocasiones, opuestos a su propia estructuración”.
Por eso hay Múgicas y Juaristis y Díez y Moras y Savaters que se dedican a satanizar el independentismo vasco. Porque su nacionalismo español es tan feroz que la sola idea de perder en las urnas lo que un día los suyos ganaron por la fuerza no les deja dormir. Ellos, en calidad de cancerberos de la democracia totalitaria, no tan sólo están en contra de la independencia de su país, necesitan, además, ridiculizarla para sentirse bien y apaciguar su disonancia cognitiva. Es el comportamiento lógico de aquellos que, sabiéndose en falso, están obsesionados por honorabilizar su indignidad. He aquí porqué el independentismo produce tanta urticaria en esas personas: porqué va directo a la conciencia, y la conciencia, a diferencia del sombrero, es difícil quitársela de encima.
El día siguiente de la independencia, Euskal Herria no entrará en un estado de felicidad suprema, Euskal Herria entrará en les Naciones Unidas, un organismo en cuyo seno sólo tienen voz y voto los pueblos dotados de estructuras de Estado. El día siguiente de la independencia, Euskal Herria no se convertirá en un paraíso, sino en un pueblo adulto capaz de autogobernarse sin tutorías. El día siguiente de la independencia, la lengua vasca dejará de ser una peculiaridad entrañable para convertirse en una lengua de pleno derecho en la Unión Europea y ETB abandonará sus referentes españoles -como la televisión de Timor Oriental abandonó los indonesios el 19 de mayo de 2002- y se transformará definitivamente en la televisión nacional de Euskal Herria. El día siguiente de la independencia, el Athletic de Bilbao y la Real Sociedad dejarán de jugar en la liga española para hacerlo en la inminente liga europea y las campanadas de la Puerta del Sol serán las campanadas que los universalistas vascos continuarán escuchando con el fervor de aquél que se abraza a la españolidad como la españolidad se abraza a la nostalgia. El día siguiente de la independencia, Euskal Herria no cambiará su himno nacional por el Aleluya de Häendel, simplemente se presentará ante el mundo como un pueblo que ha asumido la madurez con toda su carga de derechos y responsabilidades.
Atormentados por todo cuanto les recuerda sus orígenes, los portavoces del autoodio vasco están condenados a auto-homenajearse desesperadamente con tal de apaciguar el dolor que les causa su crisis de identidad. Por eso los independentistas catalanes y vascos no podemos evitar sonreír cuando se nos califica de radicales. Sonreímos porque la peligrosidad de nuestra radicalidad consiste en ser radicalmente normales. Tan radicalmente normales como lo son los holandeses, los daneses o los portugueses.