La historia tiene miga. Este año de 2006 se cumplen 750 años de la supuesta fundación de diversas villas vascas. Agurain, Kanpezu, Tolosa, Segura, Ordizia… Para situarnos en aquellas circunstancias, recordemos que, a comienzos de aquel siglo, en el año 1200, el ejército de Castilla atacó las fronteras de Euskal Herria, entonces reino de Navarra, y en una prolongada campaña le arrebató buena parte de su territorio.
A menudo se han divulgado en torno a aquellos hechos versiones más que discutibles, interesadas, engañosas… Patrañas. Nos han contado aquello de la “voluntaria entrega”; también hay quien defiende que la incorporación de esas tierras a Castilla se sostiene en un “pacto” con la corona. La realidad fue que Vitoria-Gasteiz, la principal plaza fuerte que hizo frente a la tropa, aguantó un duro asedio de más de siete meses antes de rendirse. Rechazó los ataques desde el 5 de junio de 1199 hasta finales de enero de 1200.
El historiador Tomás Urzainqui explica que “durante el citado asedio el ejército castellano se dedicó a asaltar las fortalezas navarras, a efectuar razzias sobre las inermes localidades, sometiendo a la población al saqueo y obteniendo un cuantioso botín (…) Todas las plazas y castillos fueron tomados a la fuerza, unos arrasados y otros forzados a su rendición, pero no pudieron tomar Trebiño ni Portilla de Ibida (…) Cayeron las fortalezas de Beloaga (Oiartzun), Aizkorriz, Arluzea, Zaitegi, Marañón, Vitoria-Gasteiz, Auza-Gaztelu, Ataun, Aezorika, Irurita, San Vicente, Buradón, Alcázar, Santa Cruz de Kanpezu, Antoñana, Atauri, Portela de Cortes, San Sebastián y Hondarribia”. Queda bastante a las claras que se trató de una incursión, una invasión militar en toda regla.
De aquel episodio de saqueo, ocupación ilegítima y violencia se siguió una situación de inseguridad para el país, dividido, desvertebrado, que, con las naturales distancias, llega a su modo hasta nuestros días. A lo largo del siglo XIII Castilla fue otorgando fueros y cartas-puebla a poblaciones pre-existentes: Agurain, convirtiéndola en Salvatierra; Ordizia, luego Villafranca; Hernani, Hondarribia, Lezo, Vitoria-Gasteiz, Tolosa, Segura… Las amuralló y las transformó en villas guerreras. Así aseguraba el terreno conquistado frente a cualquier intento navarro de recuperarlo. A cambio de conceder algunos privilegios fiscales y jurídicos a los pobladores, los empleaba como tropa de vigilancia. Por añadidura, si los fueros anteriores de esas localidades eran consuetudinarios, es decir, basados en la costumbre, en los usos de la población local, el fuero de Castilla señalaba la soberanía del rey (que lo “donaba”), con lo que reforzaba su poder y su autoridad.
Hay que insistir, en todo caso, y tomando las advertencias del historiador Pedro Esarte, en que las villas no se creaban a partir de zonas despobladas, sino que existían núcleos de población previos, lo que servía a los reyes para otorgarles la Carta y constituirse en su protector, árbitro y juez en las disensiones con otros vecinos. Algo que suponía automáticamente asumir la autoridad jerárquica de señor o rey.
Frontera de malhechores
Castilla fue creando, de este modo, por la vía de las armas, una frontera artificial entre tierras del mismo país, entre gentes de la misma nación, la misma lengua. Aquella célebre “frontera de malhechores” resultó ser fuente de continuos problemas, conflictos, crímenes, incluso enfrentamientos armados a gran escala. La batalla de Beotibar, en las proximidades de Tolosa, es un evidente ejemplo de ruptura de la convivencia entre pueblos hermanos a causa de ordenamientos y legalidades impuestos desde fuera. Pero fue también el germen de la separación, absurda por completo, que hoy conocemos entre vascos y navarros. Como señala otra vez Urzainqui, los naturales del país eran a la vez vascos de lengua y navarros de nacionalidad. Todos. El euskara era la lingua navarrorum. La lengua de los navarros. Al proseguir el reino independiente más allá de la frontera impuesta, los de más acá nos quedamos -sin esa condición de miembros del Estado, hoy diríamos sin nacionalidad propia- en vascos a secas. Hasta hoy llega esa brecha.
Con ello, de paso, además de la división y debilitamiento del Estado que habían construido los vascos en su historia, Castilla se aseguraba otro de los objetivos estratégicos de la conquista: el de disponer de un camino real a los puertos de la costa, y hacia el corazón de Europa. Así es; la creación de esas villas no sólo marca el trazado de la frontera, sino también la salida de Castilla hacia el norte, hacia los mercados de Flandes y Francia. El historiador José Luis Orella lo explica: “en 1256 Alfonso X el Sabio marcaba con la fundación de villas el camino del río Oria como salida natural de las lanas castellanas hacia los puertos atlánticos”.
No hay que olvidar, en todo caso, que esa dimensión comercial, como la jurídica del fuero, en absoluto es desinteresada; el poder castellano buscaba, por esa vía, asentarse en un terreno que le era por completo ajeno. Población, lengua, costumbres… El incentivo económico, que bien destaca Orella, era una fórmula de asimilación tan calculada como la fortificación de las villas frente a una frontera habitada por gentes unidas con lazos de sangre, parentesco y lengua.
En efecto, la disociación del modelo económico, el cambio de nombre de las poblaciones, el impulso a ciertas familias locales de Parientes Mayores, los Oñaz, por ejemplo, todo tiene por objeto romper los vínculos con el Estado propio y favorecer un proceso de aculturación y desarraigo.
En resumen, con esta perspectiva, que en sus consecuencias lamentables llega hasta nuestros días, no hay mucho que celebrar de aquellas tristes fechas, ni de aquellas fundaciones construidas sobre el despojo del nombre propio, la pérdida de la independencia histórica y el botín de guerra.